Me decidí a escribir tan extraños sucesos en este diario de viaje pues no sabía lo que había pasado. Las ideas se mezclaban en mi cabeza con el horror y la furia del momento. Mil sonidos retumbaban mientras las máquinas trataban de posar la nave en la superficie.
El viento levantaba nubes de polvo y silbaba furiosamente mientras se podía entrever una llanura plana y montañas que se alzaban al fondo como cordilleras desoladas. Por un terrible error, habíamos llegado a un sitio que no aparecía en nuestra ruta. Era algo inaudito. Éramos turistas perdidos en un nuevo espacio desconocido. No podía quedarme quieto.
Decidí explorar y bajé mientras la bomba de oxígeno saltaba en mis espaldas por el viento tremendo que barría la superficie rocosa levantando piedrecillas en tan inhóspito lugar. La ráfaga arrastró consigo unas lianas largas que se me envolvieron entre las piernas. ¿Que hubieran carrizos en algún lugar? Los observé con cuidado y descubrí que no eran vegetales. Eran unos largos y delicadísimos gusanos largos que el torbellino había arrastrado. A través de la pantalla podía ver sus manchas coloradas en la piel. Descubrí un ojo y una boca en cada punta. Eran animales bicéfalos. En el suelo, uno de ellos se movía hacia adelante y luego levantaba la cabeza al otro lado de su cuerpo y se desplazaba con la misma rapidez en dirección contraria.
Antes de que el viento los empujara lejos, introduje los extraños animales en un recipiente para muestras pues se entreveraban, se enroscaban serpenteando entre mis guantes y querían trepar por mi traje. Pequeñísimos puntos negros como de quemaduras aparecieron en mi atuendo donde tocaba la cabeza del gusano. Mis compañeros quedaron tan perplejos como yo de los extraños seres. El huracán había amainado un poco y las piedrecillas rodaban por doquier. Algo parecido a un insecto pasó raspando mi casco pero no se detuvo.
Mis compañeros estaban estudiando los nuevos seres vivos que habíamos descubierto. Los gusanos se revolvían en el recipiente de vidrio, con ojos brillantes en las puntas y pelo como púas en ambas cabezas. Al poco rato, por una de las bocas, uno de ellos vomitó una cantidad de óvulos que se abrieron y nacieron otros gusanos. El frasco se estaba abarrotando; tal vez sintetizaban alimento de la luz. Decidimos dejarlos en el lugar. En tanto, se había levantado el viento nuevamente y silbaba desde lejos, arrastrando nubarrones negros que nos rodearon. Antes de darme cuenta, nos vimos envueltos en un torbellino. Enjambres de insectos parecidos a langostas volaban en ráfagas. Se cayó el frasco y se abrió dejando salir las larvas mientras los insectos los mordían con voracidad. Observamos inquietos la plaga de langostas rosadas que tenía una gran capacidad de masticación y los devoraban bajo nuestros ojos.
Davi saltó cuando un gusanillo atravesó su guante y le produjo una herida ardiente como el fuego. Después de oscurecer las pantallas de nuestra escafandra con el vapor de nuestro aliento, quedamos los tres sin respiración, aterrados. Era algo inaudito.
Entramos en la nave rápidamente y decidimos partir y alejarnos de tan desdichado lugar. Al quitarse el guante, nos dimos cuenta que el maldito gusano se había refugiado debajo de su piel y le producía un dolor insoportable.
Cortamos la mitad del animalillo que sobresalía pero siguió viviendo en dos partes, una afuera y otra dentro de la piel. Por más que lo intentamos, la mano se le hinchaba enormemente. La oruga se la estaba comiendo desde adentro y Davi gritaba del dolor. Cogí el machete y le corté la mano de un tajo. Los dedos se entrecruzaron en el estertor.
Davi suplicaba ayuda en forma exasperada y los ojos se le abultaron. Sangraba profusamente y le envolví el muñón con las nuevas telas especiales para heridas, que detuvieron la hemorragia. Algunos insectos que pudieron entrar antes de cerrar la escotilla, cubrieron la mano cortada de Davi mientras Yosi vociferaba espantada pues extraía de allí otros gusanos que pululaban dentro para introducirlos con una pinza en un frasco para muestras. Al poco rato quedaron al descubierto solamente los carpos, metacarpos y falanges y algunas larvas recorrían los huesos desnudos.
Se engullían entre ellos los gusanos y las langostas y arrojé espuma insecticida sobre los bichos. Quedaron solamente unos pocos dentro del recipiente para muestras. Los gritos desesperados de mis compañeros retumbaban en mis oídos. Estaba desorientado, furioso; me sentía inútil frente a las circunstancias.
Afuera se alejó la mancha devoradora de las cercanías y me sobrepuse al espanto. Me moví cuán rápido me fue posible y accioné las palancas y botones. Aquí estamos ahora, sobre el cielo de Marte, tratando de regresar a casa, después de un torpe aterrizaje en las llanuras de un suelo desconocido donde Davi perdió una mano. El se recuperará, espero, y le harán un implante apenas podamos bajar en casa.
En el frasco de muestras, se están reproduciendo los gusanos hermafroditas. Se ha llenado hasta el tope y tratan de levantar la tapa. Si no llegamos pronto, acabarán con nosotros...
Así termina el diario de viaje. Desde la Base Espacial tratan de comunicarse con los pasajeros de la nave que se alquila para paseos turísticos interplanetarios con rutas pre-establecidas, pantallas de observación y todas las seguridades del caso. Pero es inútil, nadie contesta a sus llamados.
No se atreven a suponer que los turistas hayan desaparecido en un lejano agujero negro de antimateria espacial o que hayan bajado en algún lugar no previsto en la ruta porque las reglas lo prohíben y nadie en su sano juicio desobedece las instrucciones.
Bajo la imperceptible luz de las lunas de Marte, un vehículo volante ha aterrizado en las arenas rojizas, pero ya no lleva pasajeros. Rebosa de inusitado movimiento; en su interior se enroscan, fecundan, nacen y se multiplican voraces larvas, orugas y gusanos. Algunas crecen para luego transformarse, en su etapa final, en langostas devoradoras de todo lo que encuentran, aún si es materia proveniente del vacío de una dimensión extraterrestre.
El viento levantaba nubes de polvo y silbaba furiosamente mientras se podía entrever una llanura plana y montañas que se alzaban al fondo como cordilleras desoladas. Por un terrible error, habíamos llegado a un sitio que no aparecía en nuestra ruta. Era algo inaudito. Éramos turistas perdidos en un nuevo espacio desconocido. No podía quedarme quieto.
Decidí explorar y bajé mientras la bomba de oxígeno saltaba en mis espaldas por el viento tremendo que barría la superficie rocosa levantando piedrecillas en tan inhóspito lugar. La ráfaga arrastró consigo unas lianas largas que se me envolvieron entre las piernas. ¿Que hubieran carrizos en algún lugar? Los observé con cuidado y descubrí que no eran vegetales. Eran unos largos y delicadísimos gusanos largos que el torbellino había arrastrado. A través de la pantalla podía ver sus manchas coloradas en la piel. Descubrí un ojo y una boca en cada punta. Eran animales bicéfalos. En el suelo, uno de ellos se movía hacia adelante y luego levantaba la cabeza al otro lado de su cuerpo y se desplazaba con la misma rapidez en dirección contraria.
Antes de que el viento los empujara lejos, introduje los extraños animales en un recipiente para muestras pues se entreveraban, se enroscaban serpenteando entre mis guantes y querían trepar por mi traje. Pequeñísimos puntos negros como de quemaduras aparecieron en mi atuendo donde tocaba la cabeza del gusano. Mis compañeros quedaron tan perplejos como yo de los extraños seres. El huracán había amainado un poco y las piedrecillas rodaban por doquier. Algo parecido a un insecto pasó raspando mi casco pero no se detuvo.
Mis compañeros estaban estudiando los nuevos seres vivos que habíamos descubierto. Los gusanos se revolvían en el recipiente de vidrio, con ojos brillantes en las puntas y pelo como púas en ambas cabezas. Al poco rato, por una de las bocas, uno de ellos vomitó una cantidad de óvulos que se abrieron y nacieron otros gusanos. El frasco se estaba abarrotando; tal vez sintetizaban alimento de la luz. Decidimos dejarlos en el lugar. En tanto, se había levantado el viento nuevamente y silbaba desde lejos, arrastrando nubarrones negros que nos rodearon. Antes de darme cuenta, nos vimos envueltos en un torbellino. Enjambres de insectos parecidos a langostas volaban en ráfagas. Se cayó el frasco y se abrió dejando salir las larvas mientras los insectos los mordían con voracidad. Observamos inquietos la plaga de langostas rosadas que tenía una gran capacidad de masticación y los devoraban bajo nuestros ojos.
Davi saltó cuando un gusanillo atravesó su guante y le produjo una herida ardiente como el fuego. Después de oscurecer las pantallas de nuestra escafandra con el vapor de nuestro aliento, quedamos los tres sin respiración, aterrados. Era algo inaudito.
Entramos en la nave rápidamente y decidimos partir y alejarnos de tan desdichado lugar. Al quitarse el guante, nos dimos cuenta que el maldito gusano se había refugiado debajo de su piel y le producía un dolor insoportable.
Cortamos la mitad del animalillo que sobresalía pero siguió viviendo en dos partes, una afuera y otra dentro de la piel. Por más que lo intentamos, la mano se le hinchaba enormemente. La oruga se la estaba comiendo desde adentro y Davi gritaba del dolor. Cogí el machete y le corté la mano de un tajo. Los dedos se entrecruzaron en el estertor.
Davi suplicaba ayuda en forma exasperada y los ojos se le abultaron. Sangraba profusamente y le envolví el muñón con las nuevas telas especiales para heridas, que detuvieron la hemorragia. Algunos insectos que pudieron entrar antes de cerrar la escotilla, cubrieron la mano cortada de Davi mientras Yosi vociferaba espantada pues extraía de allí otros gusanos que pululaban dentro para introducirlos con una pinza en un frasco para muestras. Al poco rato quedaron al descubierto solamente los carpos, metacarpos y falanges y algunas larvas recorrían los huesos desnudos.
Se engullían entre ellos los gusanos y las langostas y arrojé espuma insecticida sobre los bichos. Quedaron solamente unos pocos dentro del recipiente para muestras. Los gritos desesperados de mis compañeros retumbaban en mis oídos. Estaba desorientado, furioso; me sentía inútil frente a las circunstancias.
Afuera se alejó la mancha devoradora de las cercanías y me sobrepuse al espanto. Me moví cuán rápido me fue posible y accioné las palancas y botones. Aquí estamos ahora, sobre el cielo de Marte, tratando de regresar a casa, después de un torpe aterrizaje en las llanuras de un suelo desconocido donde Davi perdió una mano. El se recuperará, espero, y le harán un implante apenas podamos bajar en casa.
En el frasco de muestras, se están reproduciendo los gusanos hermafroditas. Se ha llenado hasta el tope y tratan de levantar la tapa. Si no llegamos pronto, acabarán con nosotros...
Así termina el diario de viaje. Desde la Base Espacial tratan de comunicarse con los pasajeros de la nave que se alquila para paseos turísticos interplanetarios con rutas pre-establecidas, pantallas de observación y todas las seguridades del caso. Pero es inútil, nadie contesta a sus llamados.
No se atreven a suponer que los turistas hayan desaparecido en un lejano agujero negro de antimateria espacial o que hayan bajado en algún lugar no previsto en la ruta porque las reglas lo prohíben y nadie en su sano juicio desobedece las instrucciones.
Bajo la imperceptible luz de las lunas de Marte, un vehículo volante ha aterrizado en las arenas rojizas, pero ya no lleva pasajeros. Rebosa de inusitado movimiento; en su interior se enroscan, fecundan, nacen y se multiplican voraces larvas, orugas y gusanos. Algunas crecen para luego transformarse, en su etapa final, en langostas devoradoras de todo lo que encuentran, aún si es materia proveniente del vacío de una dimensión extraterrestre.
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