viernes, 17 de julio de 2009

Cuento: Meteorito (Adriana Alarco de Zadra)

Sobre la corteza del planeta cayó un bólido. Los aldeanos lo observaron desde el pueblo al momento de cruzar el cielo. El objeto dejó una estría luminosa en el firmamento, al mismo tiempo que se producía un sismo de considerable proporción. Se abrió la tierra, se alzó una polvareda increíble y se estremeció el suelo en los alrededores. La gente del lugar observó sorprendida cómo se verificaban desmoronamientos en los terrenos adyacentes. Se culpó del desastre al meteorito inesperado que nunca se encontró. Lo buscaron entre los basurales circundantes pero ninguna roca les hizo pensar que fuera un objeto diferente y espacial.

Los campesinos creyeron que el meteorito había producido rajaduras profundas y no se atrevieron a investigar cuevas ni honduras.

-¡Quizás qué espantos brotarán luego, desde adentro del mitologico caído del cielo!- se oyó comentar.

Al poco tiempo olvidaron el hecho y los agujeros abiertos en la zona periférica del pueblo, entre basurales y abrojos, se fueron llenando otra vez de tierra, maleza y piedrecillas.

Muchos días después, en la honda oscuridad, escapó de su escondrijo entre las rajaduras de la roca espacial, una espora que voló en el ambiente de una cueva subterránea. Era un minúsculo trozo de vida que deambulaba por el recinto oscuro. No era nada conocido allí donde se encontraba pues era insólito, único, especial, inexplicable.

Poco a poco, la humedad favoreció su crecimiento amorfo y veloz. Comenzó a parecer un embrión rudimentario que fue desarrollándose hasta que pudo pegarse a las paredes de la cueva. Meses después subió lentamente hacia la luz que se percibía al final del túnel en la superficie. Una mancha informe trepaba por las paredes hasta que finalmente se aproximó a la salida bajo el resplandor de una luz increíble y se desparramó en la boca de la caverna.

No tenía conocimientos sobre lo que debía hacer. Estaba desarrollando su intuición y sensibilidad, adquiriendo conocimientos de la atmósfera que lo rodeaba, tratando de olfatear, percibir, palpar y probar. Debía buscar alimento, fuera de las primitivas sustancias que había devorado en las profundidades, para seguir creciendo. Las formas de vida son infinitas, pero este ser escapado del metal de un meteorito llovido desde lo alto, presentaba bajo la luz del sol un aspecto extraño, fascinante, inesperado.

Su formato irregular, sin semblante ni fisonomía, aparecía como el de un ser blando y palpitante de color cambiante. Excretó líquido morado y se movilizó por el nuevo paraje. La atmósfera lo calentaba y protegía sus sistemas biológicos mucho mejor que el lugar de donde provenía. Se sintió cómodo bajo la luz inusitada y empezó su lenta actividad y desplazamiento para encontrar lo que le hacía falta absorber para desarrollarse. Recorrió superficies rugosas y suaves, húmedas y secas. Encontró sustancias dulces, amargas, ácidas; asimiló algunas, escupió y expulsó otras de su materia intrínseca que se iba volviendo esponjosa.

-¡Debo sobrevivir! ¡Soy el único que queda de mi especie!- intuyó con las fibras más profundas de su ser.

Tomaba el color del suelo donde se movilizaba y pasó desapercibido a los otros seres vivientes que poblaban el planeta donde había llegado después de la terrible explosión. En las cercanías escuchaba rumores, sonidos extravagantes, armonía, y disonancias. Se deslizó y percibió matices claros y oscuros, humedad y calor, señales, movimiento y savia vital. Desplegó cartílagos en vez de huesos y siguió expandiéndose. En ese mundo que estaba experimentando, empezó a sentir paz y contento en lo más profundo. No advertía estallidos, ni calores infernales, ni peligros inminentes. Podía estar tranquilo, pensó. Era ya maravilloso poder elaborar ideas y desarrollarlas en beneficio de su supervivencia.

Así transcurrió su vida amorfa e irregular, sustrayendo gotas y savia de la tierra y de las sustancias que tocaba. Pasado mucho tiempo, cuando ya se sentía partícipe de este universo nuevo que lo rodeaba, percibió que un sujeto espeluznante y agresivo se acercaba y aspiraba su olor. Otras veces, al cubrirle la sombra de otros seres, se encogía y nadie se percataba de su organismo mimetizado. Este, sin embargo, era grande y cruel, voraz y feroz además de perspicaz. Como no era rápido en sus movimientos, el agresor pudo seguirlo, husmearlo, lamerlo, examinarlo y después de un profundo análisis, se lo tragó de un bocado.

-¡Rex!- gritó una niña buscando a su perrito. - ¿Donde te has metido? ¿Qué comes? ¡No debes engullir bichos desconocidos! ¡Te puedes envenenar! ¡Ven, ven, ven aquí, perrito!

Al día siguiente, Rex estaba muerto. Encontraron su esqueleto y su piel sin entrañas, devorado sus interiores por algo inexplicable, inconcebible.

Nadie adivinó que un ser de otros mundos había tragado a quien lo engulló. Una mancha amorfa siguió creciendo en la periferia donde había caído un meteorito. Quienes pasaban por las cercanías no se percataban de la masa informe que se abrazaba a las piedras del terreno y que seguía avanzando lentamente hacia el movimiento, hacia el rumor, hacia las esporádicas luces, con tesón, ansiedad y malignas intenciones de devorarlos.

El ambiente de este nuevo hogar lo hacía crecer rápidamente asimilando la potencia de los otros y esperaba a que llegara el momento de dividirse, de procrear y de arrasar con todo lo que tuviera energía vital. Podía considerarse un ser en expansión. ¡Había descubierto que en este lugar donde lo trajo el destino, disponía de una infinidad de provisiones con qué alimentarse! Y se regocijó por su buenaventuranza.

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