viernes, 17 de julio de 2009

Cuento: El falsificador (José B. Adolph)


"Antes que los Incas reinasen en estos reinos ni en ellos fuesen conocidos, cuentan estos indios otra cosa muy mayor que todas las que ellos dicen, porque afirman questuvieron mucho tiempo sin ver el sol, y que padeciendo gran trabajo con esta falta, hacían grandes votos é plegarias a los que ellos tenían por dioses, pidiéndoles la lumbre de que carecían; y questando desta suerte, salió de la isla de Titicaca, questá dentro de la gran laguna del Collao, el sol muy resplandeciente, con que todos se alegraron. Y luego questo pasó, dicen que de hacia las partes del Mediodía vino y remanesció un hombre blanco de crecido cuerpo, el cual en su aspecto y persona mostraba gran autoridad y veneración, y queste varón, que así vieron, tenía tan gran poder, que de los cerros hacía llanuras y de las llanuras hacía cerros grandes, haciendo fuentes en piedras vivas; y como tal poder reconociesen, llamábanle Hacedor de todas las cosas criadas, Principio dellas, Padre del sol, porque, sin este, dicen que hacía otras cosas mayores, porque dio ser a los hombres y animales, y que, en fin, por su mano les vino notable beneficio. Y este tal, cuentan los indios que a mi me lo dixeron, que oyeron pasados, que ellos también oyeron en los cantares que ellos de lo muy antiguo tenían, que fue de largo hacia el Norte, haciendo y obrando estas maravillas, por el camino de la serranía, y que nunca jamás lo volvieron a ver. En muchos lugares diz que dio orden a los hombres como viviesen, y que los hablaba amorosamente y con mucha mansedumbre, amonestándoles que fuesen buenos y los unos a los otros no se hiciesen daño ni injuria, antes, amándose, en todos hubiese caridad. Generalmente le nombran en la mayor parte Ticiviracocha, aunque en la provincia del Collao lo llaman Tuapaca y en otros lugares della Armauan. Fuéronle en muchas partes hechos templos, en los cuales pusieron bultos de piedra a su semejanza, y delante de ellos hacían sacrificios: los bultos grandes que están en el pueblo de Tiahuanacu, se tiene que fue desde aquellos tiempos; y aunque, por fama que tienen de lo pasado, cuentan esto que digo de Ticiviracocha, no saben decir dél más, ni que volviese a parte ninguna deste reino.

Sin esto, dicen que, pasados algunos tiempos, volvieron a ver otro hombre semejante al questá dicho, el nombre del cual no cuenta, y que oyeron a sus pasados por muy cierto, que por donde quiera que llegaba y hobieze enfermos, los sanaba, y a los ciegos con solamente palabras daba vista; por las cuales obras tan buenas y provechosas era de todos muy amado; y desta manera, obrando con su palabra grandes cosas, llegó a la provincia de los Canas, en la cual, junto a un pueblo que ha por nombre Cacha y que en él tiene encomienda el capitán Bartolomé de Terrazas, levantándose los naturales inconsideradamente, fueron para él con voluntad de lo apedrear, y conformando las obras con ella, lo vieron hincado de rodillas, alzadas las manos al cielo, como que invocaba el favor divino para se librar del aprieto en que se veía. Afirman estos indios más, que luego pareció un fuego del cielo muy grande que pensaron ser todos abrasados; temerosos y llenos de gran temblor, fueron para el cual querían así matar, y con clamores grandes le suplicaron de aquel aprieto librarlos quisiese, pues conocían por el pecado que habían cometido en lo así querer apedrear, les venía aquél castigo. Vieron luego que, mandando al fuego que cesase, se apagó, quedando con el incendio consumidas y gastadas las piedras de tal manera, que a ellas mismas se hacían testigos de haber pasado esto que se ha escripto, porque salían quemadas y tan livianas, que aunque sea algo crecida es levantada con la mano como corcho. Y sobre esta materia dicen más, que saliendo de allí, fue hasta llegar a la costa de la mar, adonde, tendiendo su manto, se fue por entre sus ondas, y que nunca jamás paresció ni le vieron; y como se fue, le pusieron por nombre Viracocha, que quiere decir espuma de la mar..."


Pedro Cieza de León
Crónica del Perú,
Segunda Parte, Cap. V.



Un oscuro recinto, iluminado apenas por una débil llamita, acoge a un hombre envejecido, pese a no contar aún cuarenta años, inclinado sobre un escrito que va fluyendo de sus dedos sarmentosos. De vez en cuando se detiene la elegante pluma y, mirada en alto, se recoge en sí mismo tratándose de fijar nuevamente un paisaje en trance de convertirse en leyenda.

Pedro Cieza de León, soldado del rey, cronista del Perú, escribe el segundo tomo de su obra. El mito de Viracocha, el dios que dio nombre a un rey, le ocupa hoy. El inca Viracocha, protagonista de la batalla que dio nombre a Ayacucho, en la cual el imperio fue consolidado una vez más, es el pálido reflejo de una figura inmensa que pasó, siglos antes, por las serranías y la costa del reino cuando éste aún era una vaga promesa entre tribus guerreras.

Alguien empuja a don Pedro. Los indios le han relatado una extraña historia, que el cronista ha recogido con piedad cristiana. Fiel a su mandato, la ha recogido como se la contaron; y sin embargo, al ponerla sobre el pergamino, la historia va cambiando insensiblemente, sin que el escritor lo note.

La historia relatada por los indios, que, a su vez, la escucharon de sus mayores, hablaba de carruajes celestiales y de campos hechos fuego. Y, sin embargo, al transmitir esta increíble historia al manuscrito que habrá de quedar, como prueba irrefutable de sus desvaríos, Cieza de León no menciona ni los carruajes ni los campos eléctricos. La historia es demasiado inverosímil, demasiado hereje. Puede costarle muy caro, quizás hasta la acusación de judería o agnosticismo.

La mano de don Pedro, mano que hasta ahora le ha obedecido fielmente en el manejo de la espada y de la pluma, se independiza. Escribe por sí sola. Y de sus trabajos va quedando otra cosa, otra historia: una versión india del profeta nazareno. Una visión americana de la historia palestina, del hombre que descendió de los cielos para enseñar a los hombres a amarse. Canas le ha recordado a Canaán. La crucifixión se convierte en pedrea, tal como los judíos de Palestina, mil quinientos años antes, solían ajusticiar a sus criminales y víctimas.

Ha ido transformándose la historia de los indios hasta convertirse en la paralela de Jesús. Don Pedro releerá lo que ha escrito y se asombrará de sí mismo. No llegará a terminar ningún otro libro, ningún otro tomo, apesadumbrado por la transformación que se ha operado en lo que los indios le habían relatado. Se siente fracasado como cronista, traicionado por una memoria débil, por la mano de Dios o por una extraña cobardía que no es solo el temor físico a la Inquisición.

Don Pedro siente que ha mentido. Pero no acierta a comprender por qué, ni hasta qué punto, por que ya en su memoria lo real (que también es leyenda) y lo añadido se entremezclan. Don Pedro teme que, al convertirse la osada y absurda Historia de los indios en una versión indígena del evangelio, ha dicho demasiado. Teme que, por miedo a la verdad, haya hecho algo peor aún, calificable también de herejía. Porque, después de todo, ¿no puede ser herejía el sugerir que el mensaje del hijo de Dios hecho hombre puede ser conocido fuera del cuerpo de los bautizados?

Se restriega los cansados ojos. Relée una vez más. Suspira. Quizás, piensa, haya hecho bien, hurtando a los incomprensivos ojos del mundo algo que éste no podría digerir, una cosa de brujería y maldad que no puede ser entregada a los pecadores de este siglo. Quizás el Señor le tenga en cuenta, a la hora de su muerte, haber transformado lo impío en santo, lo indecible en compasivo, lo funesto en edificante.
Pero sigue atormentado. ¿Quién es él, se pregunta bien, para modificar un genuino relato de esas gentes sencillas y honestas que han depositado su fe en el barbado historiador? ¿Qué pena puede haber para el falsario, para el deformador, para el mentiroso aunque lo sea por piedad?

Le habían hablado de un concierto de rugidos en la noche estrellada de los Andes, del descenso de un hombre poderoso y bueno, armado con instrumentos indescriptibles, sabio más allá de toda sabiduría. Le habían hablado de un hombre que hablaba con otros hombres que no estaban allí, y que le respondían desde lejos; de zumbidos y olores, de visiones coloreadas en pantallas de plata; de largos tubos de airoso metal verde, capaces de posarse como un ave discreta en la pampa ennegrecida. Le habían hablado de la tristeza y desolación del visitante ante la permanencia de la idolatría, de los extraños alimentos, de la mujer herida y su milagrosa curación. Luego, habían partido otra vez, y Cieza había transformado al inenarrable espectáculo en una caminata sobre el mar. La invocación del extraño - hecha por seña colocándose un dedo sobre los labios - de silenciarlo todo, había sido cumplida, finalmente, por don Pedro, pero a su manera.

Un incidente fue normalizado, en esa oscura habitación española por un hombre atormentado y dubitativo. Quizás por cobardía, quizás por sanidad mental, quizás por horror, un cronista embelleció lo incomprensible y nos salvó, una vez más, del conocimiento humano sobre nosotros.

Lo que comunico a usted, señor comandante, dando fin de este modo a mi investigación, solicitando su permiso para proseguir mi viaje y el de mi ya restablecida compañera, a la base de Plutón.

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