"Había una vez, en una tierra muy lejana." "En el país de Nunca Jamás." Quien no recuerda estas frases que, cuando niños, nos transportaban a regiones mágicas y misteriosas, que abrían sus puertas donde lo fantástico ejercía su poderosa y entrañable fascinación. Ahora, si cambiamos algunos términos de estas frases y los trastocamos por "Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana", caeremos en la cuenta de que el prodigio y la emoción que nos atraían de los cuentos de hadas vuelven a fluir de manera similar, como un encantamiento que queremos que perdure para siempre.
Eso ocurrió con la respetable platea desde un ya lejano 25 de mayo de 1977, cuando se proyectó en las sales de cine lo que se convertiría años más tarde en todo un monumento cinematográfico, un clásico de nuestra época. Hablamos de las películas que conforman La guerra de las galaxias, puesto que, como fenómeno cultural, es tan fundamental como lo fueron los Beatles o Woodstock en su época, por ejemplo, o como lo es actualmente, salvando sus distancias, el boom de Harry Potter. No obstante, lo que sí es indiscutible es que La guerra de las galaxias marca un antes y un después en la historia del cine. A continuación, pasaré a fundamentar las razones de esta afirmación.
Para ello hay que volver al pasado, a un pasado no tan lejano, sólo 27 años atrás, cuando el joven director George Lucas, compañero de Spielberg y Francis Ford Coppola, deambulaba por Hollywood, de estudio en estudio, llevando el guion de su disparatado proyecto. Nadie quería aceptar su excéntrica proposición de aventuras en el espacio con espadas láser. Los ejecutivos dudaban de su viabilidad. Finalmente, Lucas recala en la 20th Century Fox, que asume el presupuesto general de la filmación bajo ciertas condiciones. Lucas debe ceder los derechos de taquilla, salvo en una cláusula que fijaba que el merchandising correspondía exclusivamente al director.
Se puede filmar, entonces, la primera película, no sin muchos problemas. Los sets de Túnez -donde se ambientaron los exteriores del planeta Tatooine, hogar de Luke Skywalker- fueron destruidos por una tormenta de arena. Luego hubo muchos problemas con los actores, como en el caso de Harrison Ford (Han Solo), cuyas líneas no le convencían. De otro lado, la sección de los efectos especiales no se daba abasto para los requerimientos de Lucas, quien posteriormente reconoció que los efectos no lo habían dejado satisfecho y que tuvo que esperar más de veinte años para plasmar una visualidad más acabada gracias a los novedosos programas de diseño gráfico. En fin, en 1977 hubo tantos problemas que la 20th Century Fox dudó hasta el final de la acogida de la película.
Pero, como sabemos, sucedió todo lo contrario. La guerra de las galaxias prendió como el estallido de la Estrella de la Muerte y Lucas, gracias a la dichosa cláusula, adquirió un poder inusitado, casi imperial. Hasta entonces gozaba de cierta fama como director de buenas películas, como THX-1138 y American Graffiti. Sin embargo, gracias a La guerra de las galaxias, comenzó a tener el control total, en buena parte gracias a la publicidad, los juguetes, los juegos, la música, los libros (publicados en 1978, por lo que no se puede hablar de un texto en que se basó la película), los cómics, las franquicias...
Todo esto otorgó un aura particular a la película. Su expansión a otras áreas comerciales - y, recordemos, su transformación en una industria del entretenimiento - la diferenciaba de algunas predecesoras, como 2001: Odisea del espacio, la cual había impactado a toda una generación inspirada por la psicodelia y el destino superior de la humanidad. Sin embargo, La guerra de las galaxias estructura su propia diferencia a partir de la combinación de géneros, citas y formas: el cinematográfico, desde el western, las películas bélicas basadas en la segunda guerra mundial, el cine de Kurosawa, las cintas de aventuras de los años 20 y 30, las seriales de tipo B... y de otro lado, la tradición literaria, al reasumir la leyenda artúrica, los grandes relatos mitológicos -no sólo clásicos, sino también los pertenecientes a la tradición budista-, el ciclo de Tolkien y las space operas publicadas en las revistas de ciencia ficción de las primeras cuatro décadas del siglo XX. La apropiación de los mitos externos contribuyó a forjar el propio mito cultural de La guerra de las galaxias.
En ese sentido, Lucas apela a un sincretismo de raigambre posmoderna que no hace distingos de espacio, tiempo y origen. Sus campos significativos, su semiosfera, se podría decir -si tomamos prestado el término de Yuri Lotman-, no termina de agotarse al no acabar las posibilidades de lectura de los subtextos que la forman. Es cierto, La guerra de las galaxias es un condensado cuyo punto de partida son las películas y que, como tal, puede caer en dilaciones de las que todo fenómeno cultural ciertamente no carece, pero su magia visual, aunada a una consistencia referencial con nuestro tiempo a la que contribuye no sólo su creador, sino también un imaginario social y un horizonte de expectativas elaborados por sus seguidores, constituye un impecable síntoma de vigencia y vitalidad.
No hay que restar mérito también el valioso aporte de la música de John Williams, uno de los más importantes compositores de soundtracks y siempre asociado con los nombres de Spielberg y Lucas. Sus películas ganan enormemente con el score épico de Williams, elaborado a partir de motivos que se reiteran, como el tema principal, la famosa Marcha Imperial y los emocionantes acordes que subyacen en la puesta de los soles binarios o en la cremación en la luna de Endor, punto culminante de la película.
Si hablamos de motivos y temas, tenemos un esquema típico ofrecido por un oscuro villano, una princesa, un héroe, un bandido, su peludo compinche, un caballero Jedi retirado y el entrañable maestro ancestral de la Orden. Entre éstos, naves espaciales, planetas diversos y pintorescos alienígenas (recordemos las antológicas escenas del bar en Mos Eisley o el palacio de Jabba the Hutt). La guerra de las galaxias retoma estos elementos para congregarlos en la sempiterna lucha del bien contra el mal, pero desde una perspectiva que se aleja de lo convencional. Los rebeldes que buscan restaurar los códigos y las normas de vida que hicieron próspera y justa a la República Galáctica; y los designios totalitarios de un Imperio caracterizado por el "terror tecnológico", la deshumanización y el "nuevo orden" concebido por el Emperador y su discípulo Vader: todo ello compone la trama de un universo imbuido también por la concepción mística la Fuerza, como impulso vital de los seres vivos que mantiene unido a la Galaxia, en palabras de Obi Wan Kenobi, y que es capaz de restablecer el delicado equilibrio entre la luz y la oscuridad a través del conflicto final entre Vader y Luke Skywalker.
Por tanto, sería descalificado aquí hablar de un maniqueísmo. Lo que se ha simbolizado en el duelo de sables láser entre padre e hijo, es una dialéctica, esto es, la búsqueda de una mirada, la del otro, que pueda devolver a Darth Vader su humanidad, su vuelta al pasado como Anakin Skywalker, y de este modo desembarazarse de la terrible malignidad que le poseía y así cumplir la profecía de la que se habla en el Episodio I: de aquel que dará balance a la Fuerza.
Estas correspondencias impresionaron y siguen impresionando a toda una generación a la cual La guerra de las galaxias proporciona una experiencia cinematográfica irrepetible como ha habido muy pocas en la historia del séptimo arte.
2
El espacio, la frontera final..., reza la consigna de Viaje a las estrellas, que ha imperado en más de treinta años de series televisivas y 10 películas. El gestor de las hazañas y vicisitudes de la tripulación del Enterprise, Gene Roddenberry, se inspiró en la leyenda del Lejano Oeste para componer lo que sería la búsqueda de nuevos límites, más allá del planeta Tierra, en los ignotos y remotos mundos de la Vía Láctea.
Debo confesar que, aunque no he sido seguidor de la serie original, con el capitán Kirk y el doctor Spock, me gustaron, en cambio, las primeras cuatro películas, que versan sobre dos temas centrales, a mi entender: la relación entre el hombre y sus productos, así como con la naturaleza. En la primera, denominada solamente Viaje a las estrellas se refiere justamente a la sonda que la NASA envió al espacio a fines de los 70, y que provoca una turbulencia que se aproxima a la Tierra para destruirla. Cuando los miembros del Enterprise presumen que se trata de un complot de los Klingon, la evidencia resulta insoportable: que un producto tecnológico de la humanidad sea capaz de su propia destrucción.
Esta relación, muy marcada en la ciencia ficción de los años 50 a causa del peligro nuclear y en buenos ejemplos de la cinematografía reciente (como el HAL 9000, las máquinas de Terminator e incluso la Matrix), advierte los peligros del desarrollo tecnológico exacerbado. La metáfora se puede leer de la siguiente manera: una vez que la tecnología se independiza del hombre, es capaz de volverse contra su propio creador, como el Frankenstein de Mary Shelley o el replicante de Blade Runner. Es necesario, por tanto, mantener un equilibrio entre ambas instancias, ¿pero de qué manera? Las respuestas no son sencillas, no hay manera de renunciar al avance y al desarrollo, por lo que se debe preservar cierta humanización para mantener el balance de poderes. Y de esto se ocupan los intachables guardianes humanos y vulcanianos del Enterprise.
En segundo lugar mencioné la relación con la naturaleza, como el proyecto Génesis o las ballenas que deben ser trasladadas en el tiempo para consolar a sus congéneres del siglo XXIII. En el caso de Génesis, lo que ocurre es una terraformación, es decir, el proceso de conversión de una ecología hostil a una más propicia y semejante a la del planeta Tierra o, mejor dicho, a los requerimientos de la civilización. Ray Bradbury y más directamente Isaac Asimov son autores que concibieron dicho proceso. En Viaje a las estrellas: La búsqueda por Spock se aprecian las dimensionas grandiosas y a la vez trágicas de la terraformación: finalmente, el planeta que debía vivir se transforma en un alojamiento de la muerte. Esto significa que, cuando el hombre quiere jugar a ser Dios, las consecuencias pueden invertirse de manera funesta.
Las alusiones a nuestros dramas contemporáneos -la contaminación ambiental, el peligro nuclear, la deshumanización por la tecnología, la guerra y la exploración espacial- son temas que han hecho tremendamente populares a la serie de películas de Viaje a las estrellas y a sus diversos derivados en la televisión. Esta popularidad no se debe únicamente a la atracción de sus personajes o los complicados enigmas que deben enfrentar en nombre de la federación de planetas, sino también porque tocan en clave ciertos aspectos sociológicos y políticos que reclaman una mayor atención de los habitantes de nuestro pequeño y valioso mundo.
3
Desde que se anunció como proyecto cinematográfico a mediados de los noventa, El Señor de los Anillos no ha dejado de concitar la atención de seguidores y no seguidores de la obra tolkiniana, sólo comparable con la expectativa que generó el anuncio de la filmación de los episodios I, II y III de La guerra de las galaxias.
Aunque también debo admitir que no he leído los tres libros que conforman El Señor de los Anillos, creo que el trabajo que ha hecho Peter Jackson con el trabajo de producción es francamente inmejorable. Como el propio director reconoció, tuvieron que pasar cincuenta años para trasladar la visión de Tolkien a los cines.
Por supuesto, la traslación de un texto literario al audiovisual implica tomar ciertos elementos en detrimento de otros. Eso es inevitable, es más, diría que es hasta recomendable. No se puede meter todo un texto en una película, lo que, además de engorroso, sería irrelevante. De esto se trata lo que conocemos como adaptación, y en el caso de El Señor de los Anillos, su resultado ha sido más que satisfactorio.
En este procedimiento, que algunos teóricos conocen como relato ecfrástico -es decir, el acto por el cual se traslada un relato a un soporte diferente al original, en este caso, del papel al celuloide-, las exigencias del guion y de la producción obligan a lo que muchos erróneamente consideran como un cercenamiento. Más bien, lo reiteramos, de lo que se trata es de plasmar la visión de Tolkien, es decir, la Tierra Media en su tercera edad, con sus características primordiales: la comunidad hobbit y su vida cotidiana, las pugnas entre los humanos de Gondor, la decadencia del reino de Rohan, la idílica Rivendale, el mundo subterráneo de Mordor y, puntualmente, la transformación del entorno natural de la Tierra Media en un paraje de salvajismo y destrucción en nombre del proyecto racial y político de Saruman y, a la vez, del oscuro señor Sauron.
Todas estas características se manifiestan logradamente en las películas de Jackson, las cuales, como muy bien ha anotado Andrés Cotler, crítico de la revista Somos, corresponden al paradigma fáustico del progreso, tan bien descrito por Marshall Berman en el libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo fáustico significa aquí el afán de progreso ilimitado, insaciable, capaz de acabar con cualquier forma de vida en aras de su propio beneficio, sea económico o político. En el caso de El Señor de los Anillos, ello se concentraría en la creación de un orden basado en la manipulación.
Contra el avatar fáustico del renegado Saruman se alza, guiada por Gandalf, la comunidad del anillo -la alianza entre las razas: humanos, elfos, enanos y la participación clave de los hobbits que, como Frodo, son portadores del Anillo Único- que, a pesar de que se disgrega al final de la primera cinta, construye lazos de fraternidad indestructibles, tanto así que siguen conscientes de la importancia de su misión y no la abandonan, como bien le recuerda Sam a Frodo cuando alude a su valentía y a cómo serán recordados cuando acaben todas sus peripecias y sufrimientos. Esta parte -que ejerce una notable delicadeza porqque muestra secuencias de los héroes y villanos luego de la batalla en los Abismos de Helm y en los alrededores de la maligna fortaleza devastada por los ents- es un rendido homenaje a la tradición épica y a la urgencia muy propia de los seres humanos de siempre contar historias y de permanecer en la memoria de los demás. En mi opinión, aquí radica el aporte cinematográfico de Jackson para enriquecer aún más los innegables valores estéticos de la obra de Tolkien.
Eso ocurrió con la respetable platea desde un ya lejano 25 de mayo de 1977, cuando se proyectó en las sales de cine lo que se convertiría años más tarde en todo un monumento cinematográfico, un clásico de nuestra época. Hablamos de las películas que conforman La guerra de las galaxias, puesto que, como fenómeno cultural, es tan fundamental como lo fueron los Beatles o Woodstock en su época, por ejemplo, o como lo es actualmente, salvando sus distancias, el boom de Harry Potter. No obstante, lo que sí es indiscutible es que La guerra de las galaxias marca un antes y un después en la historia del cine. A continuación, pasaré a fundamentar las razones de esta afirmación.
Para ello hay que volver al pasado, a un pasado no tan lejano, sólo 27 años atrás, cuando el joven director George Lucas, compañero de Spielberg y Francis Ford Coppola, deambulaba por Hollywood, de estudio en estudio, llevando el guion de su disparatado proyecto. Nadie quería aceptar su excéntrica proposición de aventuras en el espacio con espadas láser. Los ejecutivos dudaban de su viabilidad. Finalmente, Lucas recala en la 20th Century Fox, que asume el presupuesto general de la filmación bajo ciertas condiciones. Lucas debe ceder los derechos de taquilla, salvo en una cláusula que fijaba que el merchandising correspondía exclusivamente al director.
Se puede filmar, entonces, la primera película, no sin muchos problemas. Los sets de Túnez -donde se ambientaron los exteriores del planeta Tatooine, hogar de Luke Skywalker- fueron destruidos por una tormenta de arena. Luego hubo muchos problemas con los actores, como en el caso de Harrison Ford (Han Solo), cuyas líneas no le convencían. De otro lado, la sección de los efectos especiales no se daba abasto para los requerimientos de Lucas, quien posteriormente reconoció que los efectos no lo habían dejado satisfecho y que tuvo que esperar más de veinte años para plasmar una visualidad más acabada gracias a los novedosos programas de diseño gráfico. En fin, en 1977 hubo tantos problemas que la 20th Century Fox dudó hasta el final de la acogida de la película.
Pero, como sabemos, sucedió todo lo contrario. La guerra de las galaxias prendió como el estallido de la Estrella de la Muerte y Lucas, gracias a la dichosa cláusula, adquirió un poder inusitado, casi imperial. Hasta entonces gozaba de cierta fama como director de buenas películas, como THX-1138 y American Graffiti. Sin embargo, gracias a La guerra de las galaxias, comenzó a tener el control total, en buena parte gracias a la publicidad, los juguetes, los juegos, la música, los libros (publicados en 1978, por lo que no se puede hablar de un texto en que se basó la película), los cómics, las franquicias...
Todo esto otorgó un aura particular a la película. Su expansión a otras áreas comerciales - y, recordemos, su transformación en una industria del entretenimiento - la diferenciaba de algunas predecesoras, como 2001: Odisea del espacio, la cual había impactado a toda una generación inspirada por la psicodelia y el destino superior de la humanidad. Sin embargo, La guerra de las galaxias estructura su propia diferencia a partir de la combinación de géneros, citas y formas: el cinematográfico, desde el western, las películas bélicas basadas en la segunda guerra mundial, el cine de Kurosawa, las cintas de aventuras de los años 20 y 30, las seriales de tipo B... y de otro lado, la tradición literaria, al reasumir la leyenda artúrica, los grandes relatos mitológicos -no sólo clásicos, sino también los pertenecientes a la tradición budista-, el ciclo de Tolkien y las space operas publicadas en las revistas de ciencia ficción de las primeras cuatro décadas del siglo XX. La apropiación de los mitos externos contribuyó a forjar el propio mito cultural de La guerra de las galaxias.
En ese sentido, Lucas apela a un sincretismo de raigambre posmoderna que no hace distingos de espacio, tiempo y origen. Sus campos significativos, su semiosfera, se podría decir -si tomamos prestado el término de Yuri Lotman-, no termina de agotarse al no acabar las posibilidades de lectura de los subtextos que la forman. Es cierto, La guerra de las galaxias es un condensado cuyo punto de partida son las películas y que, como tal, puede caer en dilaciones de las que todo fenómeno cultural ciertamente no carece, pero su magia visual, aunada a una consistencia referencial con nuestro tiempo a la que contribuye no sólo su creador, sino también un imaginario social y un horizonte de expectativas elaborados por sus seguidores, constituye un impecable síntoma de vigencia y vitalidad.
No hay que restar mérito también el valioso aporte de la música de John Williams, uno de los más importantes compositores de soundtracks y siempre asociado con los nombres de Spielberg y Lucas. Sus películas ganan enormemente con el score épico de Williams, elaborado a partir de motivos que se reiteran, como el tema principal, la famosa Marcha Imperial y los emocionantes acordes que subyacen en la puesta de los soles binarios o en la cremación en la luna de Endor, punto culminante de la película.
Si hablamos de motivos y temas, tenemos un esquema típico ofrecido por un oscuro villano, una princesa, un héroe, un bandido, su peludo compinche, un caballero Jedi retirado y el entrañable maestro ancestral de la Orden. Entre éstos, naves espaciales, planetas diversos y pintorescos alienígenas (recordemos las antológicas escenas del bar en Mos Eisley o el palacio de Jabba the Hutt). La guerra de las galaxias retoma estos elementos para congregarlos en la sempiterna lucha del bien contra el mal, pero desde una perspectiva que se aleja de lo convencional. Los rebeldes que buscan restaurar los códigos y las normas de vida que hicieron próspera y justa a la República Galáctica; y los designios totalitarios de un Imperio caracterizado por el "terror tecnológico", la deshumanización y el "nuevo orden" concebido por el Emperador y su discípulo Vader: todo ello compone la trama de un universo imbuido también por la concepción mística la Fuerza, como impulso vital de los seres vivos que mantiene unido a la Galaxia, en palabras de Obi Wan Kenobi, y que es capaz de restablecer el delicado equilibrio entre la luz y la oscuridad a través del conflicto final entre Vader y Luke Skywalker.
Por tanto, sería descalificado aquí hablar de un maniqueísmo. Lo que se ha simbolizado en el duelo de sables láser entre padre e hijo, es una dialéctica, esto es, la búsqueda de una mirada, la del otro, que pueda devolver a Darth Vader su humanidad, su vuelta al pasado como Anakin Skywalker, y de este modo desembarazarse de la terrible malignidad que le poseía y así cumplir la profecía de la que se habla en el Episodio I: de aquel que dará balance a la Fuerza.
Estas correspondencias impresionaron y siguen impresionando a toda una generación a la cual La guerra de las galaxias proporciona una experiencia cinematográfica irrepetible como ha habido muy pocas en la historia del séptimo arte.
2
El espacio, la frontera final..., reza la consigna de Viaje a las estrellas, que ha imperado en más de treinta años de series televisivas y 10 películas. El gestor de las hazañas y vicisitudes de la tripulación del Enterprise, Gene Roddenberry, se inspiró en la leyenda del Lejano Oeste para componer lo que sería la búsqueda de nuevos límites, más allá del planeta Tierra, en los ignotos y remotos mundos de la Vía Láctea.
Debo confesar que, aunque no he sido seguidor de la serie original, con el capitán Kirk y el doctor Spock, me gustaron, en cambio, las primeras cuatro películas, que versan sobre dos temas centrales, a mi entender: la relación entre el hombre y sus productos, así como con la naturaleza. En la primera, denominada solamente Viaje a las estrellas se refiere justamente a la sonda que la NASA envió al espacio a fines de los 70, y que provoca una turbulencia que se aproxima a la Tierra para destruirla. Cuando los miembros del Enterprise presumen que se trata de un complot de los Klingon, la evidencia resulta insoportable: que un producto tecnológico de la humanidad sea capaz de su propia destrucción.
Esta relación, muy marcada en la ciencia ficción de los años 50 a causa del peligro nuclear y en buenos ejemplos de la cinematografía reciente (como el HAL 9000, las máquinas de Terminator e incluso la Matrix), advierte los peligros del desarrollo tecnológico exacerbado. La metáfora se puede leer de la siguiente manera: una vez que la tecnología se independiza del hombre, es capaz de volverse contra su propio creador, como el Frankenstein de Mary Shelley o el replicante de Blade Runner. Es necesario, por tanto, mantener un equilibrio entre ambas instancias, ¿pero de qué manera? Las respuestas no son sencillas, no hay manera de renunciar al avance y al desarrollo, por lo que se debe preservar cierta humanización para mantener el balance de poderes. Y de esto se ocupan los intachables guardianes humanos y vulcanianos del Enterprise.
En segundo lugar mencioné la relación con la naturaleza, como el proyecto Génesis o las ballenas que deben ser trasladadas en el tiempo para consolar a sus congéneres del siglo XXIII. En el caso de Génesis, lo que ocurre es una terraformación, es decir, el proceso de conversión de una ecología hostil a una más propicia y semejante a la del planeta Tierra o, mejor dicho, a los requerimientos de la civilización. Ray Bradbury y más directamente Isaac Asimov son autores que concibieron dicho proceso. En Viaje a las estrellas: La búsqueda por Spock se aprecian las dimensionas grandiosas y a la vez trágicas de la terraformación: finalmente, el planeta que debía vivir se transforma en un alojamiento de la muerte. Esto significa que, cuando el hombre quiere jugar a ser Dios, las consecuencias pueden invertirse de manera funesta.
Las alusiones a nuestros dramas contemporáneos -la contaminación ambiental, el peligro nuclear, la deshumanización por la tecnología, la guerra y la exploración espacial- son temas que han hecho tremendamente populares a la serie de películas de Viaje a las estrellas y a sus diversos derivados en la televisión. Esta popularidad no se debe únicamente a la atracción de sus personajes o los complicados enigmas que deben enfrentar en nombre de la federación de planetas, sino también porque tocan en clave ciertos aspectos sociológicos y políticos que reclaman una mayor atención de los habitantes de nuestro pequeño y valioso mundo.
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Desde que se anunció como proyecto cinematográfico a mediados de los noventa, El Señor de los Anillos no ha dejado de concitar la atención de seguidores y no seguidores de la obra tolkiniana, sólo comparable con la expectativa que generó el anuncio de la filmación de los episodios I, II y III de La guerra de las galaxias.
Aunque también debo admitir que no he leído los tres libros que conforman El Señor de los Anillos, creo que el trabajo que ha hecho Peter Jackson con el trabajo de producción es francamente inmejorable. Como el propio director reconoció, tuvieron que pasar cincuenta años para trasladar la visión de Tolkien a los cines.
Por supuesto, la traslación de un texto literario al audiovisual implica tomar ciertos elementos en detrimento de otros. Eso es inevitable, es más, diría que es hasta recomendable. No se puede meter todo un texto en una película, lo que, además de engorroso, sería irrelevante. De esto se trata lo que conocemos como adaptación, y en el caso de El Señor de los Anillos, su resultado ha sido más que satisfactorio.
En este procedimiento, que algunos teóricos conocen como relato ecfrástico -es decir, el acto por el cual se traslada un relato a un soporte diferente al original, en este caso, del papel al celuloide-, las exigencias del guion y de la producción obligan a lo que muchos erróneamente consideran como un cercenamiento. Más bien, lo reiteramos, de lo que se trata es de plasmar la visión de Tolkien, es decir, la Tierra Media en su tercera edad, con sus características primordiales: la comunidad hobbit y su vida cotidiana, las pugnas entre los humanos de Gondor, la decadencia del reino de Rohan, la idílica Rivendale, el mundo subterráneo de Mordor y, puntualmente, la transformación del entorno natural de la Tierra Media en un paraje de salvajismo y destrucción en nombre del proyecto racial y político de Saruman y, a la vez, del oscuro señor Sauron.
Todas estas características se manifiestan logradamente en las películas de Jackson, las cuales, como muy bien ha anotado Andrés Cotler, crítico de la revista Somos, corresponden al paradigma fáustico del progreso, tan bien descrito por Marshall Berman en el libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo fáustico significa aquí el afán de progreso ilimitado, insaciable, capaz de acabar con cualquier forma de vida en aras de su propio beneficio, sea económico o político. En el caso de El Señor de los Anillos, ello se concentraría en la creación de un orden basado en la manipulación.
Contra el avatar fáustico del renegado Saruman se alza, guiada por Gandalf, la comunidad del anillo -la alianza entre las razas: humanos, elfos, enanos y la participación clave de los hobbits que, como Frodo, son portadores del Anillo Único- que, a pesar de que se disgrega al final de la primera cinta, construye lazos de fraternidad indestructibles, tanto así que siguen conscientes de la importancia de su misión y no la abandonan, como bien le recuerda Sam a Frodo cuando alude a su valentía y a cómo serán recordados cuando acaben todas sus peripecias y sufrimientos. Esta parte -que ejerce una notable delicadeza porqque muestra secuencias de los héroes y villanos luego de la batalla en los Abismos de Helm y en los alrededores de la maligna fortaleza devastada por los ents- es un rendido homenaje a la tradición épica y a la urgencia muy propia de los seres humanos de siempre contar historias y de permanecer en la memoria de los demás. En mi opinión, aquí radica el aporte cinematográfico de Jackson para enriquecer aún más los innegables valores estéticos de la obra de Tolkien.
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