jueves, 30 de julio de 2009

Autores peruanos: La última rubia (Clemente Palma)

Clemente Palma ( 1872-1946) es toda una figura de la cuentística peruana. Hijo del no menos célebre Ricardo Palma, autor de las fundamentales "Tradiciones Peruanas" y resucitador de nuestra Biblioteca Nacional, Clemente Palma fue una figura innovadora de la escena literaria de su tiempo. El aspecto polémico de algunas de sus afirmaciones y juicios literarios, lamentablemente, opacaron el lado más trascendental de su obra, vale decir, el apartarse de las tendencias literarias vigentes en su tiempo y optar por la creación de cuentos en los que primaba el horror, la fantasía. y lo macabro. Es innegable su aporte como cuentista, siendo considerado uno de los primeros cultores del género en nuestro país. También participó en la edición de las revistas culturales Prisma, Variedades y el periódico La Crónica.

Mención aparte merecen sus obras de ciencia ficción, las cuales han sido asombrosamente desapercibidas por los propios estudiosos de su obra. Clemente Palma es autor de La última rubia, El día trágico, Aventura del hombre que no nació, y la asombrosa X.Y.Z. (1934), novela que, de publicarse en nuestros días, sería calificada como mínimo de "posmoderna". En dicha novela, clones de artistas hollywodenses son recreados para solaz del protagonista, cientíico que ha descubierto la manera de conseguir duplicados humanos mediante el uso del elemento radio y la albúmina...

Cabe destacar un hecho curioso: Clemente Palma antepone el epígrafe "Cuento futuro" a La última rubia. ¿Era consciente de que estaba transitando una nueva senda? ¿Se daba cuenta de que se trataba de un cuento no basado en fantasías o ensoñaciones, sino en las especulaciones científicas de su époco? Nótese que las iniciales de "Cuento futuro" son las mismas que las de "Ciencia Ficción": CF.

Lo que es decir: la ciencia ficción en el Perú es más de lo que parece.

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La última rubia

CUENTO FUTURO



A don Antonio Rubió y Lluch

El oro se había agotado absolutamente en las entrañas y en la superficie de la tierra. Era tal la escasez de este precioso metal que sólo uno que otro erudito tenía noticias de que hubiera existido. En un museo de Chicago había dos monedas de diez dollars, guardadas en una urna de cristal, que se consideraban como una de las más valiosas curiosidades. En otro museo de Papeete (Taití), se conservaba un idolillo primitivo, tallado en la extinguida sustancia; en París, Tombuctú, Río Janeiro, Estokolmo, guardaban los museos, con extrema vigilancia, dos luises, una moneda de 50 paras, una de 10,000 reis y una de 20 kroners respectivamente. Si no hubiera sido por todos estos museos la antigua palabra oro, auro, en esperanto, habría sido una palabra inútil, aún para expresar el recuerdo de una substancia que, repito, sólo conocían unos cuantos eruditos. En cambio, la elaboración del diamante se había perfeccionado tanto, que por cincuenta francos se conseguía en el año 3025 uno del tamaño de una naranja.

La investigación de la piedra filosofal se hacía con mucho mayor furor que en la remota Edad Media. Un alquimista logró obtener en unas cajas de uranio fosforescente, un depósito de rayos de sol, que sometidos á una presión de 12.000.000.000.000.000.000.000.813 atmósferas, daba una pasta dorada que podía substituir al oro: tenía su consistencia, su peso atómico, sus propiedades químicas y podría tener las mismas aplicaciones industriales si no tuviera la detestable propiedad de liquidarse con el frío y evaporarse; esperaba el químico que, añadiendo tres ó cuatro billones de presión, obtendría una sustancia más durable. Otro alquimista machacaba en un mortero los estambres de la flor de lis, adicionaba bilis de oso polar, y espolvoreaba la mezcla con granalla de selenio ó molibdeno. En seguida envolvía este menjurje en barro de coke, y lo sometía á las descargas eléctricas de una bobina de Rumkffork de 20 metros de largo, y obtenía una substancia amarilla y metálica que decía ser oro, pero que tenía el inconveniente de oxidarse con la sangre, y disolverse en el amoniaco.

Pero yo, que adoraba el arte y la ciencia antiguos, que había leído los libros vetustísimos de Flamel, Paracelso, Cornelio Agrippa y otros muy notables alquimistas, sabía una receta segura para obtener el oro, receta que leí en uno de esos libros en nota marginal manuscrita, que traduzco del latín para que el lector, caso de encontrar el principal ingrediente, la aproveche si quiere hacerse rico: “Tomarás un cabello de mujer ruba (rubicunda fomine capellae) y lo pondrás durante cinco lunaciones á remojar en un matraz con una dracma de ácido muriático; cuando se haya disuelto pondrás el matraz al sol, pero sólo en la época en que Venus es estrella matutina (venere stelle matutinae esse) para evitar que sus rayos nocivos (letalium) toquen el matraz. En seguida echarás en el líquido media dracma de sangre de drago, media dracma del licor que resuda el laurel, y llenarás por fin el matraz con agua marina (aquae maris). El todo lo dejas á evaporar en lo más obscuro de una cueva salitrosa (cava nitrosas) y al cabo de un mes encontrarás la mitad del matraz lleno de un polvillo de la color del licopodio, que es oro puro (aureum vere) y que fundido en un crisol te podrá dar hasta el peso de cinco ducados”.

Figuraos qué enorme fortuna representaba la cabeza de una mujer rubia. Pero es el caso que así como se había acabado el oro, se habían acabado las rubias. En el año 2279 los mongoles y los tártaros, esas malditas razas amarillas, habían inundado el mundo y malogrado las razas europeas y americanas con la mezcla de su sangre impura. No había rinconcillo del mundo á donde esa gente no hubiera llegado y estampado la huella de su maldición étnica: no había un rostro que no condujera un par de ojillos sesgados y una nariz chata; no había cabeza que no estuviera cubierta de cerdosa y negra cabellera. Con verdadera rabia esos salvajes macularon la belleza europea, como para anonadar lo que ellos no podían producir. Quizá para asegurarse así las victorias del porvenir. Esa raza se extendió por el mestizaje, como una hiedra inmensa que hubiera cubierto el mundo, y al cabo de tres siglos apenas había uno que otro ejemplar de raza pura. La belleza germana, el tipo griego, la gentileza italiana, la elegancia francesa, la corrección británica, la gracia española son hoy meras tradiciones de las que sólo en los libros antiguos se encuentran relaciones. Unas que otras familias de montañeses habían conservado los rasgos primitivos de las razas europeas, que el inmundo mestizaje malogró. Así, por ejemplo, mi familia había conservado, hasta hacía cuatro generaciones, la pureza de su raza; pero mi bisabuela se había casado morganáticamente con un acaudalado fabricante de aeroplanos eléctricos, de perfecto origen afgán. Por libros y papeles de familia sabía que mis ascendientes habían sido rubios como el sol, que de las cuatro ramas, tres se habían mezclado: una, la mía, con sangre afgana, otra con las de un mestizo chino y la otra con la de un sastre samoyedo de origen manchú. La cuarta rama se ignoraba qué suerte había corrido. Mi padre me decía, cuando yo le hablaba de la rama perdida:

- Esos parientes son unos estúpidos que tienen la chifladura de la pureza de la sangre.

Me lo decía en esperanto, que es el idioma universal. Yo, a pesar de ser mestizo de afgán, á pesar de mi color bronceado, sentía en el fondo de mi sangre el aristocrático orgullo y el amor á la belleza de esas razas añejas que la ola asiática envolvió y anonadó para siempre; y aplaudía íntimamente el aislamiento de esa rama que había ido á esconder, en oculta cueva ó inexpugnable montaña, los últimos rezagos de su estirpe. ¡Pobres pueblos europeos! Un tiempo fueron formados por razas viriles y dominadoras, cuyas energías, en constante acción, se desgastaron y decayeron rápidamente: ese fue el momento en que la raza amarilla invadió el mundo, como un alud gigantesco se amalgamó, se fundió con las razas vencidas y extinguió para una eternidad el espíritu antiguo. Todo lo que habían progresado las ciencias, habían retrocedido las artes, pero no hacia Grecia sino hacia la caverna del troglodita ó al kraal de la tribu salvaje. En ese cataclismo de los bellos ideales y de las bellas formas substituidos por nociones utilitarias y concepciones monstruosas, sólo en uno que otro espíritu retrógrado, como el mío, había un regreso psicológico á las nociones antiguas, un sentido estético añejo, un salto atrás en el gusto por los ideales y las formas que la ola de sangre infecta había sumergido en el olvido. Tenía la obsesión de buscar por todas las regiones de la tierra la rama perdida ó ignorada de mi ascendencia latina, en donde aún se conservaban los rasgos de la antigua belleza. Sentía vivo, avasallador deseo de contemplar una de esas cabezas rubias, que sólo podía ver en los grabados de algunos libros de la biblioteca de curiosidades de Tombuctú; pero debo declarar, en honor de la verdad, que gran parte de mi afán era debido al deseo de realizar el experimento de alquimia que había de hacerme uno de los hombres más ricos.

Una mañana me lancé por los aires en mi aeroplano, llevando buena provisión de carnalita ó esencia de carne, legumina, aire líquido, etc., todo lo que necesitaba para proveer á mi vida durante un mes. Crucé é investigué prolijamente las serranías y valles de Afganistán y la Tartaria, las islas de la Polinesia, las selvas y cordilleras de la América austral, todos los vericuetos de la accidentada Islandia: en todas partes encontraba la maldita raza amarilla que había inficionado á la mía, y se había extendido sobre el mundo como una mancha de aceite. En la gran ciudad de Upernafich, fue donde encontré la primera huella de esa familia que yo buscaba. Por los vetustos papeles de la familia sabía que mis antecesores europeos se llamaban Houlot. En un paradero aéreo de Upernawick (sic) oí en el libro fónico de pasajeros este nombre pronunciado por una voz extraña. En varios paraderos oí la misma palabra. Y aun en un hotel más adelantado ví, en el espejo fotogenófono en que se inscriben la imagen y la voz de los pasajeros, ví, repito, la figura de un hombre de unos cincuenta años y de dos mujeres, y oí, al tocar el registro, lo siguiente: “Jean Houlot, mujer é hija (esto en esperanto), últimos vástagos de la raza gala (esto en francés), pasaron por aquí el 18 de marzo de 3028, con dirección á cabo Kane, orillas del mar Paleochrístico, 87 paralelo”. Me puse loco de contento y al día siguiente, á primera hora, me dirigí al lugar indicado, á donde llegué cuatro horas después.

En la puerta de una casucha embadurnada de sulfuro de radio, que la hacía en extremo fosforescente, había un hombre cuyo rostro era el que yo contemplé en el espejo-registro del hotel. Yo había aprendido tres lenguas muertas: el español, el latín y el francés. Me acerqué al solitario individuo y le dije en este último idioma:

-Señor Houlot, vos sois mi tío, y vengo desde Tombuctú, sólo por conoceros y saludar en vos al último vástago de nuestra gloriosa y malograda raza.
-Bien venido seas… sobrino,- me respondió, con aire huraño y desconfiado. – Ya me conoces… pero dime, pues si eres de mi raza lo disimulas, ¿por qué tu rostro es bronceado?
- Mi padre es afgán; mi madre era una Houlot. Cifro todo mi orgullo en la porción de sangre materna que corre por mis venas. Dejadme, tío, vivir cerca de vos para que seamos los últimos jirones de esa raza que muere con nosotros.
- ¡Bah!... no reflexionas que ya en tu sangre hay la mancha asiática.
- ¡Oh tío!, pero conservo sin mancha el espíritu de vuestra raza.
- Bueno, quédate si quieres…; pero te advierto que en mi casa no hay sitio para ti.

Y me quedé efectivamente. Hice que unos samoyedos me construyeran una casa á unas cincuenta leguas, ó sea tres cuartos de hora de viaje en aeroplano. Houlot era muy pobre y yo continuamente le hacía obsequios valiosos de carnalita y oxígeno para calentarse, pues el frío que hacía encima del 85 paralelo era terrible, y se sentía debajo de las pieles de oso y de foca que vestíamos, dejando al descubierto las facciones solamente. Houlot y yo llegamos a intimar, y se admiraba de que siendo yo rico sacrificara mi bienestar en los países del Sur por mera fantasía. Houlot era muy avaro y exageraba su pobreza para explotarme á su gusto. Un día, á pesar de sus precauciones, nos encontramos su hija y yo sobre un témpano. Era una joven de unos 25 años, blanca, pálida, de aspecto enfermizo, de ojos y sonrisas picarescos y con algo de esa belleza perdida que yo había contemplado en las estampas de Tombuctú.

Desde ese día nos amamos locamente al parecer: durante tres meses nos vimos en el mismo sitio y á la misma hora. ¡Cuánto hablamos de amor, iluminados por la luz violácea de la aurora boreal! Y, sin embargo, yo no sabía si era rubia: nunca había visto sus cabellos, pues su vestido de piel de zorro azul, sólo permitía verla el rostro y las manos.

- ¡Oh, si fueras rubia, hermosa niña, te amaría más si cabe, te adoraría con delirio y… harías mi fortuna!
- -Rubia soy, - me respondió con adorable mohín de picardía.

Poco después salimos Houlot y yo á coger morsas en un banco de hielo, situado a 68 leguas más al Norte, y durante el camino aproveché esta circunstancia para exponer mis pretensiones sobre mi prima.

-Mi buen tío, es probable que jamás encontréis, para marido de vuestra Suzón, un hombre de su raza. Yo la amo y soy correspondido. Concedédmela, que al fin y al cabo de vuestra raza soy.
- Tú no eres sino un mestizo infame… Primero os mataré á ambos que consentir en esa unión que ha de mancillar el último resto de sangre noble que hay sobre la tierra. Ruín asiático, ruín asiático… - murmuraba enfurecido.

Yo, que conocía la avaricia de mi tío, no hice caso de sus injurias y añadí:

- Estoy en posesión de un secreto industrial que me hará riquísimo. Si me concedéis á Suzón, os haré mi socio, y os daré un tercio de mi fortuna actual y de la futura.

Mi tío se ablandó; á poco accedió y al fin quedó convenido en que Suzón y yo nos casaríamos dentro de seis meses.

Al mes siguiente nos dirigimos á Terranova á pasar el verano. Poco después de nuestra llegada, pedí á mi novia un rizo de sus cabellos. Suzón se sonrío: quitóse la toca de piel y expuso ante mis ojos una hermosa cabellera rubia como ámbar.

- Escógelo tú…

Caí extasiado de rodillas, y con mano temblorosa escogí diez o doce hebras, que guardé cuidadosamente en mi cartera.

En una habitación tenía preparados mis matraces y retortas. Bajé á la cueva é hice con los cabellos de Suzón las preparaciones convenientes, con estricta observancia de la fórmula alquimista. Cuando saqué en la época oportuna el matraz, estaba éste tan empañado y cubierto de mitro, que no podía verse el interior. Lleno de impaciencia vacié el contenido: era un polvillo rojizo entremezclado de cristalitos de sal marina y pedacillos de resina. En medio de todo estaban unas cuantas hebras de cabello negruzco y sin lustre. De oro no había el menor rastro. Quedé profundamente desconsolado y caviloso. Fui á casa de Suzón para pedirle nuevamente cabello, y repetir la experiencia con mayores precauciones. Entré, y no encontrando al viejo tío en la casa, llegué de puntillas hasta el tocador de Suzón. Ella estaba de espaldas á la puerta con la cabeza sumergida en una jofaina.

- Padre, - dijo al sentir mis pasos.
- No es tu padre, soy yo – contesté cariñosamente.

Suzón dio un grito de sorpresa y se volvió: sus cabellos goteaban una agua de color indefinible.

- ¡Ah, pícaro, me has sorprendido!
- Si… perdóname… pero ¿qué agua verduzca es esa?...
- Eso es… ¡Bah! ¿Por qué no decírtelo, si no es un crimen? ¿No me dijiste que me amarías con delirio si yo fuese rubia?...
- Si, ¿y qué? – respondí pálido, con el rostro contraído por la rabia, pues comenzaba á comprender.
- Que todas las mañanas me tiño el cabello para que me quieras más, -contestó, y con cariñosa coquetería me tendió los brazos húmedos al cuello.

Yo sentí como si me hubieran dado un hachazo. Y, rechazándola violentamente, exclamé vibrante de cólera:

- ¡Bestia! ¡Lo que yo amaba en ti era á la rubia auténtica, á la última rubia, á la que murió con tu abuela!...

Y, sin perder más tiempo, regresé a Tombuctú, donde revisando mejor los papeles de familia he venido á saber que allá por los años 2222, un Houlot había ejercido en Iquitos (gran ciudad de 2.500.000 habitantes, en la Confederación Sud-Americana), la profesión de peluquero perfumista y tintorista de cabelleras.

Probablemente no volverá a existir oro en el mundo, y más probablemente aún, tendré que casarme en Tombuctú con alguna joven de ojillos oblicuos, tez amarillenta y cabellos negros á hirsutos.


Clemente Palma
Cuentos malévolos
Madrid, 1904

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