jueves, 30 de julio de 2009

Cuento: La carcocha (Daniel Salvo)

Raúl Céspedes no esperó a que el semáforo cambiara de rojo a verde, y arrancó el ómnibus de manera brusca. Ignoró las quejas y maldiciones de los pasajeros, acordándose también de las progenitoras de éstos.

Raúl sentía un nudo en la boca del estómago. Justo a él le habían asignado la carcocha, el ómnibus más viejo de la empresa. Y todo por que al hijo de puta del gringo Smith se le había ocurrido morirse en sábado, cuando no había casi nadie en administración para hacer las cosas con calma.

En la puerta más cercana al asiento del chofer, sobre la cual alguien había escrito unas inútiles letras que decían “BAJADA”, iba Juan Valle, el cobrador, acomodador y verdadero factotum del ómnibus. Era un negrazo alto y corpulento, cuyo sombrío semblante hacía que ningún pasajero siquiera pensara en pedir rebaja en el pasaje o pagar con moneda falsa. En contraste con su impresionante aspecto, Juan Valle era un tipo tranquilo, que tomaba la vida con talante filosófico y una sonrisa escondida. Sabía que no era bueno mostrar ante el mundo un exceso de nobleza.

Por eso, sabía que gran parte de la rabia del chofer era infundada. Si, estaba manejando la carcocha, el ómnibus más antiguo de la empresa. ¿Y? No era más lento que los demás omnibuses, y su antiguo armazón de hierro lo hacía más seguro que los vehículos modernos, hechos de fibra de vidrio o de algún material más endeble. La ruta era la misma, los pasajeros eran los mismos. Juan Valle sabía que no existían motivos para enojarse.

Sin embargo, Raúl Céspedes no pensaba igual. Tuvo que acatar las disposiciones del gerente y dejar de conducir su ómnibus habitual, ahora en manos del “Chino” Escalante, ese lambiscón de mierda. Si, era un ómnibus como cualquier otro, pero Céspedes le había puesto lo que consideraba su “toque personal”, como podían ser estampitas de sus santos favoritos, una palanca de cambios con una calavera cuyos ojos se encendían de vez en cuando y una radio con un sonido más que aceptable. En cambio, la carcocha, guiada durante años por el misterioso gringo Smith, apenas tenía los aditamentos mínimos que obligaba la ley. Incluso se veían restos de mensajes escritos en inglés. El gringo Smith habría sido un excelente chofer – el único que jamás había tenido un choque o desperfecto mecánico durante el servicio -, pero en lo demás era un roñe;oso. Y ahora, Raúl estaba a cargo de esa carcocha, un ómnibus sin personalidad, carne de chatarrero, máquina sobreviviente a su dueño. Debería ser como en el mar, carajo, donde el capitán se hunde con su barco.

- Oe negro, nos jodieron con la carcocha, ¿no? – Así empezaba sus conversaciones.
- No es para tanto, Raúl. Por lo menos, sabemos que no se te va a parar en el camino. Es buena máquina.
- Si, así parece… oe, ¿y de qué marca es? Como que la carrocería se me hace conocida, pero no lo ubico…
- Eso sólo lo sabía el gringo Smith. Como cobraba poco y no se metió al sindicato, lo dejaron entrar a la empresa.
- Ese gringo era bien raro, ¿no? Nunca se casó, ni nada.
- Ajá. Se vino poco después de la guerra que tuvieron en su país, con la carco… con el ómnibus. El decía que sólo el comprendía a la máquina. Como se exoneró del seguro de reparación, nunca la llevó al taller, y nadie sabe mucho de la carcocha.

Raúl Céspedes se detuvo en seco innecesariamente, solo por el placer de molestar a los pasajeros y para sentir la ronca protesta del motor. Si, tenía que admitirlo, era una buena máquina. Quien sabe cómo haría el gringo Smith para mantenerlo así, pero costaba creer que se trataba de un ómnibus tan antiguo. Raúl supuso que eso le había permitido al gringo Smith trabajar sin contratiempos con la policía de tránsito, la cual solía sacarles dinero por cualquier tontería, como un rasguño en la carrocería o un vidrio sucio. Definitivamente, la carcocha era otra cosa.

Sin embargo, le molestaba mucho que el ómnibus fuera tan aséptico, tan sin personalidad, como los pasillos de una nave espacial de video juego. No estaría a su cargo mucho tiempo, pero pensaba hacer algunos cambios. Claro que eso tendría un costo… Al diablo, unas cuantas calcomanías y estampitas no serían mucho gasto. Y en cuanto al radio, tenía un radio viejo en su casa, que había dejado de usar por que no tenía reproductor de discos compactos. Pero por un tiempo, podría servir para alegrar la ruta.

Examinó el vehículo con más detenimiento. A su derecha, estaba el hueco para la radio y los parlantes. A su izquierda, el salpicadero. Entrecerrando los ojos, pudo ver que había espacio para conectar seis fusibles, pese a lo cual, solo había cinco conectados. Gringo tacaño, pensó Raúl, por no gastar en fusibles, de repente la máquina había estado funcionando por debajo de su pleno rendimiento. ¿Sería eso posible? ¿Cuál había sido el uso original del ómnibus? De repente, Raúl empezó a mirar con más detenimiento el volante, observando que el metal del eje central no se veía viejo ni usado. Las bisagras de las puertas y del escape en el techo apenas estaban cubiertas de polvo, careciendo de la capa resinosa de hollín que tendría cualquier ómnibus que circulara por la ciudad. Y las hileras de asientos… ahí si que la había fregado el gringo Smith. Esos si eran de taller de cuarta categoría. Estaban atornillados al piso de manera bastante desigual. Incluso, había uno ligeramente ladeado. El ómnibus no era, pues, una máquina perfecta, como estaba empezando a temer.

¿Y si originalmente no había sido un ómnibus?

Aprovechó una luz roja para mirar con más detenimiento el interior del vehículo. Observó ángulos que no eran familiares, muescas en las paredes que parecían no tener objeto, controles en el tablero que parecían innecesarios…

- Oe negro, ¿sabes para qué tanto botón? – preguntó al cobrador.
- ¿Dónde, Raúl?
- Acá pues, en el tablero. Mira. Hay como veinte señales verdes, cinco azules y ocho rojas. Aquí antes iba una palanca. Y este hueco en forma de estrella… ¿qué marca es esta carcocha?
- A la salida lo podemos llevar a un taller…
- ¿Estás loco? No me voy a quedar haciendo horas extras por gusto, después no te las pagan y uno queda como zonzo. ¿El gringo nunca dijo nada?
- A veces se reía cuando hablaba de la carcocha, le hacía gracia que le dijeran así. Se acriolló bien rápido, comía su cebiche bien picante. Decía que el ómnibus lo iba a sobrevivir… y eso que se veía bien viejo cuando recién llegó, la guerra apenas había terminado.
- ¿La primera o la segunda?
- La segunda pues Raúl, no me creas tan ignorante – el tono de voz de Juan Valle aumento su gravedad.
- No te creo ignorante sino viejo, compadre. Es que este carro es una rareza.
- Pues cuando le han abierto el capó, se ve igual que cualquier otro. Su radiador, su motor, las bujías…
- ¿Tú lo has visto?
- Esteee… no, pero así debe ser, ¿no? ¿O acaso no le has puesto petróleo hace dos paraderos?
- Cierto, cierto… en fin, no nos pagan esa basura por averiguar marcas de carros, sino por manejarlos. Pero si te digo algo: mañana lo voy a poner a full. Le voy a poner su radio, sus parlantes, sus estampitas para que nos acompañen, sus calcomanías… no lo vas a reconocer, negro, palabra.


* * *

Raúl Céspedes, con todo y lo amargado que era, era un hombre de palabra. A la mañana siguiente, trajo todo lo que ofreció el día anterior. Sus demás compañeros, quienes secretamente se burlaban de su manía por las estampitas y calcomanías, lo felicitaron por la iniciativa de decorar la carcocha. Tampoco le vendría mal una mano de pintura, pero eso ya era responsabilidad de la empresa.

Juan Valle había tenido razón. Cuando Raúl abrió el capó para instalar el radio, pudo comprobar – con cierta desilusión- que era un motor como cualquier otro, acaso más limpio y confiable que los demás, pero todos sabían que antes hacían las cosas mejor. Incluso podía ver los nombres de las marcas de los repuestos: Toyota, Ford, Schach… cosas que podían comprarse en cualquier autoservicio. Se sintió un poco avergonzado por toda la sarta de tonterías que había soltado el día anterior en presencia del cobrador, quien seguramente estaría riéndose a carcajadas mientras contaba el asunto. Sus orejas enrojecieron de vergüenza. Faltaba como una hora para iniciar la ruta. Decidió salir al último, para no ver las caras de sus compañeros. Mientras tanto, instalaría las cosas que había traído.

Desde afuera, la carcocha se veía realmente distinta a cualquier otro vehículo que Raúl hubiera visto en su vida. La disposición de las luces era distinta, y los vidrios frontales eran tan cuadrados… mejor olvidarse de eso. De repente era de una marca que ya no existía. Total, lo había traído un gringo. Si funciona, no lo toques. ¿Para qué hacerse más problemas?

La radio fue fácil de instalar, lo mismo que los parlantes. Pese a la diferencia de años entre estos y el ómnibus, se adaptaron con una precisión rayana en lo perfecto. Como si el ómnibus se adaptara a lo nuevo.

Sin embargo, cuando intentó probarla, la radio no funcionó. Ni una lucecita, ni estática, nada. Pero si había conectado todo bien. No era la primera vez que instalaba una radio en un ómnibus, cualquier chofer podía hacerlo. Y todos los cables eran iguales. Hasta en eso experimentó cierta desilusión, al leer las palabritas “antenna” y “speakers”. El misterio del gringo Smith y su carcocha de origen desconocido… se sintió ridículo. Y encima, la radio no funcionaba.

Repentinamente, recordó que en el tablero junto al volante había espacio para un fusible más. ¡Eso debía ser! El fusible que faltaba debía ser para la radio, y como el gringo Smith nunca había tenido una, seguramente no había creído necesario reemplazar el fusible faltante. Eso no era ahora ninguna contrariedad. En el almacén de la empresa había fusibles de todo tipo.

Alborozado, Raúl colocó el fusible en el compartimiento vacío. Introdujo la llave e hizo el contacto. No se había equivocado. Las luces del aparato de radio se encendieron, dejando escuchar la música propalada por alguna emisora. Se llevó las manos a las caderas, asintiendo con satisfacción…

De pronto, el ómnibus empezó a temblar.

No era un temblor de tierra. Era el vehículo. La pintura interior empezó a descascarse. Una grieta dividió el pasillo en dos. Los pernos que sujetaban los asientos saltaron disparados como balas...

Raúl apenas tuvo tiempo de salir. Los demás se acercaron, llenos de curiosidad. Raúl no intentó dar explicación alguna: ante los ojos de los choferes, cobradores y demás operarios de la compañía de transportes, el ómnibus que había pertenecido al misterioso gringo Smith, la conocidísima carcocha, se estaba plegando sobre sí misma, retorciéndose, dejando ver brillantes partes metálicas de desconocido diseño.

A pesar de los cambios, Raúl creyó reconocer un patrón en el ¿ómnibus?, un detalle vagamente familiar, algo que había visto por la televisión cuando pasaban noticias sobre la segunda guerra. Un nombre trataba de formarse en su mente, pero ésta parecía aletargada, ocupada como estaba en la contemplación de la increíble metamorfosis del vehículo…

El ser que antes había sido la carcocha tenía un aspecto claramente androide. Con cierta dificultad, movía las articulaciones de sus dedos. Uno de sus ojos ofrecía un brillo algo más apagado que el otro. Con un chirrido lastimero, se irguió. Pareció contemplar detenidamente a los humanos que lo rodeaban. Estos permanecieron en sus sitios, pues sabían que no tenían nada que temer del ser que tenían ante sí.

El robot dijo:

- Soy Optimus Prime. ¿Pueden decirme en donde me encuentro?




2 comentarios:

  1. Excelente final Daniel, parecido al del primer peruano en el espacio. Y yo que pensaba que en el Perú no se hacía CF. Me acabo de encontrar con tu blog y me he llevado una agradable sorpresa.

    Una pregunta: ¿Sabes si alguien ha hecho CF dura por estos lares?

    ResponderEliminar
  2. Luis Arbaiza, con la novela "Thecnetos".http://thecnetos.blogspot.com/

    Muchas gracias por tu apreciación de mi cuento.

    ResponderEliminar