Tras el éxito de taquilla que ha sido “La guerra de los mundos”, basada en la novela homónima de Herbert George Wells, tuve a bien leer “Los primeros hombres en la luna”, y la verdad, no he quedado defraudado. Obra menor de Wells, si se quiere, casi un pulp, pero escrito con alma, corazón y vida.
La historia comienza con el deambular de Mr. Bradford, inglés pragmático hasta la médula, al punto de parecer norteamericano. Asentado en el pueblito de Lypne, conoce a Mr. Cavor, su opuesto: es el típico científico absorto en sus pensamientos, al punto que suele caminar emitiendo un sonido del cual no es consciente. Bradford hará amistad con Cavor, quien le confía sus ambiciones: pasar a la historia como el descubridor de la “cavorita”, increíble sustancia que permite anular los efectos de la fuerza de gravedad.
Bradford se empeña en apoyar a Cavor en sus experimentos, los cuales tienen éxito pronto: la cavorita manifiesta su poder evadiendo la gravedad de la Tierra, lo que lleva a la destrucción de una chimenea de piedra. Tras este accidente, Cavor desarrollará un método eficiente para controlar sus efectos. Dicho método tiene por principio el aislar la cavorita de influencias externas por medio de paneles hechos de una sustancia desarrollada para el efecto.
Dominados sus secretos, nuestros protagonistas deciden realizar una demostración práctica de la sustancia antigravitacional, para lo cual construirán una esfera hueca con suficiente espacio para transportarlos a ambos. ¿El final de su viaje? ¡La luna!
La esfera puede moverse gracias a la oportuna manipulación de los paneles que permiten dirigirla en una u otra dirección, maniobrando según la proximidad o cercanía de los cuerpos celestes. Cargados con provisiones, oxígeno y algunas revistas, nuestros exploradores parten hacia el satélite.
Nunca antes un viaje pudo ser más plácido y carente de novedades. En menos de lo que esperaban, la esfera se posa en la superficie de nuestro satélite, que observan desde la proverbial ventanilla de vidrio…
Pero aquí empieza lo bueno. Lejos de ceñirse a los datos científicos mas o menos confiables de su epoca, Wells decide llenar de vida a la luna, convirtiéndola en un maravilloso terreno de aventuras.
Así, nuestros protagonistas no tardarán en percatarse de la existencia de oxígeno en el satélite, por lo que deciden salir a explorar. Una repentina lluvia tiene el milagroso efecto de hacer crecer de manera casi inmediata una serie de plantas, que a su vez cobijan o proporcionan alimento a otros seres vivientes… Eufóricos ante tamaño descubrimiento, Bradford y Cavor se alejan de la esfera, tanto que se pierden.
Si bien el hambre y la sed no son problemas, si lo es la necesidad de protegerse de la intemperie (ambos terrestres llevan traje y calzan zapatos comunes y corrientes). Se adentran en una cueva que no es otra cosa sino la entrada a las profundidades de la luna, lugar donde mora una raza de insectos inteligentes, los verdaderos amos de nuestro satélite.
Estos insectos inteligentes se dividen en castas, correspondiendo a cada una de ellas un determinado tipo biológico. Los obreros carecen de mayor inteligencia y tienen miembros ágiles. Los guardias son grandes y fuertes, y los pensadores, grandes cerebros que almacenan todo el saber acumulado durante siglos, pues los lunáticos no cuentan con bibliotecas o registros de sus conocimientos. Tienen una civilización avanzada en el laberíntico interior de la luna, aunque muy estratificada.
Los primeros contactos con los lunáticos no son pacíficos. Bradford reaccionará con violencia, mientras que Cavor optará por intentar comunicarse con los selenitas. La esfera es hallada, pero solo Bradford regresará a la Tierra.
Sucede lo increíble: Bradford cae en el océano, cerca a su Inglaterra natal. Dejando la esfera en una playa, recobrará fuerzas en una posada, para descubrir luego que la esfera ha partido a los espacios siderales con un niño adentro. En un alarde de crueldad, Bradford abandona el lugar, eso si, sin olvidar las abundantes muestras de oro que ha traído de la luna.
No es el final de la historia. Un radioaficionado logra captar emisiones de origen desconocido, que Bradford sabe no pueden provenir sino de Cavor, quien ha logrado comunicarse con los selenitas. En sucesivas emisiones, informa de sus largas conversaciones con los seres lunares, especialmente con el Gran Lunar, gobernante supremo del satélite, cuyo cerebro es tan grande que debe ser sostenido por lunáticos de menor jerarquía.
Ingenuamente, Cavor describe al Gran Lunar las principales costumbres y usos de los terrestres, sin caer en cuenta en el interés demostrado hacia la guerra y la agresión. Peor aún, Cavor le dice al Gran Lunar que el es el único terrestre que conoce el secreto de la cavorita (conocido también por los lunáticos), y que nadie sabe nada sobre su viaje y su presencia en la luna. La suerte de Cavor está echada, puesto que asistimos luego a su última transmisión, interrumpida en los momentos en los cuales intentaba comunicar la fórmula de la cavorita.
Además de ser una excelente novela de aventuras, Los primeros hombres en la luna se permite darnos un poco de tiempo para reflexionar si, acaso como especie, resultamos más peligrosos que como individuos. Tanto el colectivismo totalitario como el individualismo exacerbado e inconsciente son criticados en las actitudes de varios personajes (Bradford y su actitud de “yo primero”, Cavor y su sed de conocimiento que no mide las consecuencias, los lunáticos y su sociedad invariable, donde todo el mundo existe para ser utilizado por alguien de mayor jerarquía). Una grata novela a redescubrir.
La historia comienza con el deambular de Mr. Bradford, inglés pragmático hasta la médula, al punto de parecer norteamericano. Asentado en el pueblito de Lypne, conoce a Mr. Cavor, su opuesto: es el típico científico absorto en sus pensamientos, al punto que suele caminar emitiendo un sonido del cual no es consciente. Bradford hará amistad con Cavor, quien le confía sus ambiciones: pasar a la historia como el descubridor de la “cavorita”, increíble sustancia que permite anular los efectos de la fuerza de gravedad.
Bradford se empeña en apoyar a Cavor en sus experimentos, los cuales tienen éxito pronto: la cavorita manifiesta su poder evadiendo la gravedad de la Tierra, lo que lleva a la destrucción de una chimenea de piedra. Tras este accidente, Cavor desarrollará un método eficiente para controlar sus efectos. Dicho método tiene por principio el aislar la cavorita de influencias externas por medio de paneles hechos de una sustancia desarrollada para el efecto.
Dominados sus secretos, nuestros protagonistas deciden realizar una demostración práctica de la sustancia antigravitacional, para lo cual construirán una esfera hueca con suficiente espacio para transportarlos a ambos. ¿El final de su viaje? ¡La luna!
La esfera puede moverse gracias a la oportuna manipulación de los paneles que permiten dirigirla en una u otra dirección, maniobrando según la proximidad o cercanía de los cuerpos celestes. Cargados con provisiones, oxígeno y algunas revistas, nuestros exploradores parten hacia el satélite.
Nunca antes un viaje pudo ser más plácido y carente de novedades. En menos de lo que esperaban, la esfera se posa en la superficie de nuestro satélite, que observan desde la proverbial ventanilla de vidrio…
Pero aquí empieza lo bueno. Lejos de ceñirse a los datos científicos mas o menos confiables de su epoca, Wells decide llenar de vida a la luna, convirtiéndola en un maravilloso terreno de aventuras.
Así, nuestros protagonistas no tardarán en percatarse de la existencia de oxígeno en el satélite, por lo que deciden salir a explorar. Una repentina lluvia tiene el milagroso efecto de hacer crecer de manera casi inmediata una serie de plantas, que a su vez cobijan o proporcionan alimento a otros seres vivientes… Eufóricos ante tamaño descubrimiento, Bradford y Cavor se alejan de la esfera, tanto que se pierden.
Si bien el hambre y la sed no son problemas, si lo es la necesidad de protegerse de la intemperie (ambos terrestres llevan traje y calzan zapatos comunes y corrientes). Se adentran en una cueva que no es otra cosa sino la entrada a las profundidades de la luna, lugar donde mora una raza de insectos inteligentes, los verdaderos amos de nuestro satélite.
Estos insectos inteligentes se dividen en castas, correspondiendo a cada una de ellas un determinado tipo biológico. Los obreros carecen de mayor inteligencia y tienen miembros ágiles. Los guardias son grandes y fuertes, y los pensadores, grandes cerebros que almacenan todo el saber acumulado durante siglos, pues los lunáticos no cuentan con bibliotecas o registros de sus conocimientos. Tienen una civilización avanzada en el laberíntico interior de la luna, aunque muy estratificada.
Los primeros contactos con los lunáticos no son pacíficos. Bradford reaccionará con violencia, mientras que Cavor optará por intentar comunicarse con los selenitas. La esfera es hallada, pero solo Bradford regresará a la Tierra.
Sucede lo increíble: Bradford cae en el océano, cerca a su Inglaterra natal. Dejando la esfera en una playa, recobrará fuerzas en una posada, para descubrir luego que la esfera ha partido a los espacios siderales con un niño adentro. En un alarde de crueldad, Bradford abandona el lugar, eso si, sin olvidar las abundantes muestras de oro que ha traído de la luna.
No es el final de la historia. Un radioaficionado logra captar emisiones de origen desconocido, que Bradford sabe no pueden provenir sino de Cavor, quien ha logrado comunicarse con los selenitas. En sucesivas emisiones, informa de sus largas conversaciones con los seres lunares, especialmente con el Gran Lunar, gobernante supremo del satélite, cuyo cerebro es tan grande que debe ser sostenido por lunáticos de menor jerarquía.
Ingenuamente, Cavor describe al Gran Lunar las principales costumbres y usos de los terrestres, sin caer en cuenta en el interés demostrado hacia la guerra y la agresión. Peor aún, Cavor le dice al Gran Lunar que el es el único terrestre que conoce el secreto de la cavorita (conocido también por los lunáticos), y que nadie sabe nada sobre su viaje y su presencia en la luna. La suerte de Cavor está echada, puesto que asistimos luego a su última transmisión, interrumpida en los momentos en los cuales intentaba comunicar la fórmula de la cavorita.
Además de ser una excelente novela de aventuras, Los primeros hombres en la luna se permite darnos un poco de tiempo para reflexionar si, acaso como especie, resultamos más peligrosos que como individuos. Tanto el colectivismo totalitario como el individualismo exacerbado e inconsciente son criticados en las actitudes de varios personajes (Bradford y su actitud de “yo primero”, Cavor y su sed de conocimiento que no mide las consecuencias, los lunáticos y su sociedad invariable, donde todo el mundo existe para ser utilizado por alguien de mayor jerarquía). Una grata novela a redescubrir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario