Debo agradecer a José B. Adolph la gentileza de “presentarme” a Stephen King. Antes, tenía de este escritor el peor de los conceptos: que era un escritor comercial (como si esto fuera tan malo, vaya), vulgar, adocenado… todo eso, sin haberlo leído nunca. Mea culpa.
Por que realmente me estaba perdiendo de algo. Stephen King escribe bien, al menos, lo que he leído de él hasta ahora. Y escribe en los géneros que más me gustan, el horror y la ciencia-ficción. Y su obra es relativamente accesible (salvo “Salem’s Lot”, una novela de vampiros considerada excelente).
Creo que una de las principales virtudes de Stephen King como escritor es cómo logra convencernos de que lo más terrorífico, absurdo e inverosímil puede ocurrir en cualquier momento y lugar. Por ejemplo, en su selección de relatos “Pesadillas y alucinaciones II”, hay un cuento en el cual, cada 7 años, llueven sapos antropófagos en un pueblecito de Maine. ¿Absurdo? ¿Descabellado? Lo mismo piensan los protagonistas de la historia, quienes asumen las mismas actitudes (racionales y modernas) que asumiría cualquier lector, hasta que se desencadenan los hechos, y resulta que no podía ser de otra manera. Ese es King.
En La larga marcha, estamos frente a otra situación absurda que poco a poco se convierte en normal. En unos Estados Unidos alternativos (¿o futuros?), cien jóvenes son seleccionados para participar en la larga marcha del título, una caminata que se inicia en la frontera USA-Canadá, continuando hasta que solo queda uno. No es que “gane” uno, sino que “queda” uno, por que los otros 99 deben morir. No hay otra alternativa en la Larga Marcha. Cien participan. Solo uno sobrevive.
La novela no nos proporciona una explicación sobre cómo se llegó a instaurar dicha costumbre en esos Estados Unidos de pesadilla. Hay alusiones a un líder, el Comandante, que más bien parece una suerte de Gran Hermano militarizado. Los jóvenes – pueden hacerlo desde los 16 años – participan por propia elección o por designación, la cual no parece obedecer a lógica alguna. Por supuesto, el vencedor obtiene un premio, además de su vida.
¿Cuál es la finalidad de realizar esta marcha? ¿Diversión sádica? ¿Capricho? Las instituciones que consideramos claves en la sociedad norteamericana brillan por su ausencia – el Congreso, las entidades religiosas, las asociaciones civiles -. De los diálogos que entablan los protagonistas, se deduce que nadie cuestiona a la Larga Marcha. Los deudos lamentan la muerte de sus hijos, otros hacen apuestas sobre el resultado o algún otro incidente que ocurra en el transcurso de la marcha (quien es el primero en morir, por ejemplo).
Me olvidaba precisar: los participantes no mueren por causas naturales. Son abaleados por un cuerpo de militares que los sigue durante todo el camino. Su misión es proporcionar comida y bebida a los participantes, y en matar a los que pierden el ritmo o intentan hacer algo no permitido.
Los participantes, quienes por fuerza forman grupos, ya sea por afinidad o por mero instinto de asociación, nos revelan a través de sus conversaciones que las cosas no siempre fueron así, que hubo un tiempo en el cual no existía la Larga Marcha, suerte de circo romano - ¿y si esa fuera la finalidad de la misma? – del nuevo imperio.
Quizá en eso consista el elemento de anticipación de esta novela. En efecto, actualmente asistimos a la entronización de los Estados Unidos como el nuevo “Imperio” del siglo XXI, la nación hegemónica de nuestros días. ¿Con qué podría divertirse una sociedad así, rica y poderosa? Pues como se han divertido los imperios históricos: con sangre. Y como siempre, el espectáculo – la Larga Marcha es televisada y transmitida a nivel nacional – se disfraza de competencia: todos los participantes son aparentemente iguales, solo uno sobrevive. El único elemento de azar es la identidad del sobreviviente, el verdadero espectáculo es la muerte de los otros 99.
Ave Cesar, morituori te salutant...
No hay comentarios:
Publicar un comentario