Isaac Robles es uno de nuestros mas jóvenes y noveles escritores de ciencia-ficción, estudiante de ingeniería industrial en una de las universidades peruanas mas reputadas (U.N.I.), es una persona de múltiples facetas, variados intereses y amplia cultura general.
"Un ayer yace entre flamas" es su segundo relato de ciencia-ficción y le da nueva forma al manido tema del viaje en el tiempo y de mundos alternos. Mezclando el tema histórico de la batalla de San Juan y Miraflores (Guerra entre Perú y Chile en 1879) con una bien lograda especulación nos brinda un relato altamente recomendable. (Victor Pretell)
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¿Cómo había llegado a ello?
Una tarde cualquiera, sentado en su lugar favorito de la playa, Fernando pensaba en lo inexplicable de algunos de sus sucesos recientes.
Sabía, como había sabido desde hacía demasiado tiempo, que Marisa lo observaba desde lejos tan rígida como él, absorta y ausente para el resto del mundo.
El mismo pensamiento lo recorría incesantemente, metiéndolo más dentro de sí mismo, contemplando rígido el mar, intrigado:
¿Cómo había comenzado todo?
La memoria (maldita palabra) regresaba al mismo parque algunos días antes. Marisa había cruzado ese mismo Océano para verlo, para ver al que podía ver a través del cristal de un ayer a la vez brumoso e inmarcesible o tal vez sencillamente ficticio, sepultado entre la invención de la memoria y la invencible esperanza.
Habían caminado juntos sin hablar, sin querer romper el hechizo que dice que si no dices nada lo entiendes todo, a fin de cuentas otro disfraz adicional para el miedo.
En un momento y sin dar seña alguna, interrumpió toda comunicación apartándose de ella, quien –inexplicablemente- no dijo nada. La plazoleta circular del parque (Que debía su nombre a un difunto político hebreo) lucía más extrañamente desolada que cualquier otro día de ese 2040.
Tampoco él sabía qué hacer, había llegado a ese tiempo en el cual “la resaca de todo lo vivido que se acumula en el alma” rebosa, y con esto, amenazaba su integridad.
Había Caminado sin demasiada decisión por entre los viejos parques del Acantilado, viendo convertirse al faro en no más que una estaca abandonada a los elementos, y los edificios, afectados por la humedad y la brisa salobre, comenzaban ya a dar signos de desgaste, después de todo, no habían sido diseñados para estar frente a la playa.
Tomó un colectivo y el tren sin meditarlo mucho, no tenía ganas de hablar y mientras iba al puesto de Adolfo, a otra rutinaria sesión de juego de rol con la “gente”, sólo divagaba. Los grafittis en las paredes eran una mancha borrosa, exquisitamente coloreada, cercana al abigarramiento a esa velocidad.
Recordaba como cuando, más valiente y más tonto, había planeado con la gente hacer un graffiti que la gente del tren pudiera leer, y lo que decía, en grasosas y enormes letras:
Una vez apeado del tren, inició su rutina de observación de los “increíbles niños antena” a los cuales miraba con una combinación de reverencial respeto y acendrara envidia, y es que la invisible mano del mercado (que era de Silicio y propiedad de Sony según decían otros) era taxativa: quién tuviera aparatitos circulando de forma notoria había pasado a ser un ciudadano de segunda, los implantes de acceso, con tecnología de Banda Ancha, multiprocesos y encriptación fractal en ADN, hacían ver a las tan extraordinarias (en su tiempo, claro) PDAs, teléfonos móviles 4G y otros gadgets como simples briznas de polvo, olvidados en la marea del tiempo tecnológico y su hija la obsolescencia planificada.
Sujetó, entre humillado y beatifico, su orgullosa Sony Ericsson C370 (pantalla a color, 65000 colores RGB, matriz LCD y un precursor del chip célula dentro, junto con el “enorme” almacenamiento de 2 GB) claramente una reliquia más que un objeto de uso común en esta época.
“Y sin embargo sirve”, se defendía de los “niños”, parafraseando a Galileo.
Todo había comenzado en Ciudad de Dios, el último refugio para los ferreteros del Hardware Arqueológico.
En el recuerdo el mercado se abría frente a él a la salida de la estación del tren, la ley de ciberdélitos había sacado a casi todos los comerciantes del centro de la ciudad con la celeridad de una remesa de chips de datos pirata en día de requisa, ahora, en el viejo mercado de Abasto, esperaban pacientemente el día del cambio de giro.
La “gente” -o los que quedaban de ellos.- se reuniría esa noche, indefectiblemente en el puesto de Adolfo, amo del Silicio de segunda mano.
Su puesto, el 12C, quedaba lo suficientemente lejos de la puerta principal para no llegar allí por casualidad, y eso era casi una regla general. Así habían sobrevivido juntos, andando entre coders como ellos, usuarios dejados atrás por la sofisticación de los plutócratas del silicio y sus secuaces biotecnócratas.
Adolfo estaba como siempre, reposando su voluminoso cuerpo en su sillón de agua, dándose laboriosamente a la tarea de revisar, línea por línea del último módulo del Hurd 8.5, riendo para sí cada vez que hallaba un error “infantil” de código, una tarea inútil sólo por amor a un arte desaparecido.
- Otra brecha de seguridad, ya entiendo porqué los propietarios ganaron.
- No ganaron, sólo los absorbió el negocio.- repliqué – Ahora todos ven pueden ver el código.
- Ya, claro, pero ¿el código de qué? Me sigo quedando con mi Hurd, al menos sé de qué pie cojea-. Fernando rió de buena gana.
El movimiento de Software libre, que había sido una eclosión creativa tan intensa como breve -afectando incluso los destinos del mercado del software- no había sabido ganar las simpatías del usuario promedio, engatusado con el marketing de las grandes corporaciones.
Desde el deceso de Stallman, su fundador, comenzaron a dividirse y perder presencia. Diez años después, cuando la Organización Mundial de Comercio aprobó la ley de liberación del código, unos pocos creyeron que la cosa mejoraría, pero no fue mucho, los Sistemas Operativos de entonces ya se habían vuelto demasiado inteligentes, corporativamente inteligentes.
- ¿Y qué te cuentas?-. Había dicho, mientas se tomaba un vaso de chicha morada, acaso rancia, que había allí. Haciendo un esfuerzo por sacarlo de su aparente nirvana.
Adolfo, sin embargo, no carecía de recursos ni era reacio al arte de la retaliación verbal.
-¿Aún sigues deprimido? –preguntó, casi riéndose en su cara.
Fernando bostezó.
-No, ya no, a Marisa no le gusta verme así.
-Oh, me parece bien ¿y ya lograste decirle algo?
-Estoy... trabajando en ello.
-Excusas, sólo excusas.
Echó la carcajada, casi desternillándose sin motivo.
Fernando lo miró, ceñudo.
- Algunos nunca cambian.- dijo, resentido. Adolfo sólo siguió riéndose, mientras el resto de la “gente”, Diego, Matías y Sara, llegaban al puesto, su habitual punto de encuentro.
En uno de sus pocos arrebatos de comportamiento perfectamente inteligible, Adolfo se paró, como oficiando de Anfitrión, y luego, al parecer atraído por una urgencia mayor, cogió una hoja de papel impreso y se la alcanzó a Fernando, retornando luego a su poltrona. Los demás ya tomaban sus lugares acostumbrados, haciendo sitio entre las antenas, los chips, las tarjetas de interfaz y los emisores, los libros de papel y las bibliopantallas, cachivaches de otra era.
-¿Y esto?
-Míralo por ti mismo.
Fernando leyó el papel con avidez y al terminar, sobresaltado y con los ojos como platos, exclamó:
-¡Lo han terminado! ¡Ha pasado el Test Turing!-
-No te precipites.- contestó Matías, restándole importancia al asunto –Es sólo una especulación del v-log de NEC, publicidad, nada más.
Mientras terminaba de leer el papel (un fragmento de un reportaje publicitario acerca de corporaciones buscando la primera IA auto-consciente, lleno de retórica, pero ausente de hechos) los demás ya se enfrascaban en la preparación del tradicional juego de “La Caída del Dragón” el primer sim-RPG, donde tus errores –literalmente- duelen, poco popular por ello, era una de las piezas más preciadas de la colección de Adolfo.
Sara, como siempre, llevaba la delantera, su cabello, originalmente negro y aclarado por sus diversos experimentos lucía demasiado apagado, sus ojos como queriendo gritar.
Matías, visiblemente incómodo, luchaba con su dolor y el juego para ganarle a Sara la posesión de sus preciosas ciudades, sin éxito aparente.
El mapa mundial del Sim se veía colmado de detalles, que le daban a cada jugador la oportunidad de crear su estrategia.
Adolfo, siempre el menos dotado para esos juegos; sufría estoicamente, casi como si lo hiciera sólo por el dolor.
-¡Chester!-, dijo, engarrotado –hay algo que no te he dicho.
Fernando miraba el salvapantallas de la pantalla, líneas caóticas convergiendo, una y otra vez, en formas confusas, esparciéndose incesantemente como una catarata de colores y formas rugosas por encima de un elipsoide de relieve vagamente natural.
-Fernando.- dijo Adolfo, entrecortadamente, sobándose los miembros adoloridos
-¿Eh?- reaccionó Fernando -¿Qué es eso de la pantalla?
-Eso es lo que quería decirte, estuve trasteando con la Antena, y está rastreando las variaciones del campo magnético.
-¿Cómo?- preguntó Diego, anonadado.
- Es por los cambios en la resonancia Schumann. Mira, si pudiéramos eliminar todos los ruidos de la tierra y tuviéramos oídos lo suficientemente sensibles, sería lo único que oiríamos.- dijo orgulloso -de hecho, casi doctoral- Adolfo –Varía porque está conectada al campo magnético, y tú sabes, con todo lo que le cae encima al planeta...
-Ah... ¿y se puede hacer algo más con él?
-No lo sé, pero... - y se cortó, volviendo al juego y al dolor.
Fernando introdujo coordenadas nuevas para el sistema, cambiando la forma del atractor extraño, ayudado por Diego, embutieron más información, dándole definición a la figura, casi como una fruta extraña y multicolor, que, repentinamente, abandonó su desordenado patrón de catarata y se tornó en un amasijo de superficies yuxtapuestas que, con los cambios de color, daban la impresión orgánica de un latido.
-Este... – dijo Diego y Adolfo, haciendo una pausa, fue a mirar.
-¿Qué han hecho?
-Cambiamos unos valores, nada más.
Mirando inquisitivamente a la pantalla, sólo dijo:
- Parece vivo.
Diego y Fernando se miraron las caras sin saber qué decir.
Horas más tarde, camino a casa en el tren, Fernando pensaba en aquella especie de corazón virtual, latiendo en la pantalla de Adolfo, quizás a la cadencia de aquella oculta rítmica de la Tierra.
Sus pensamientos se combinaban con los recuerdos de la última parte de la reunión:
-¿Sabías que hubo una batalla aquí?- Recordaba decir a Adolfo con su típico tono de ingenuidad.
-Em... si.- había dicho Fernando –Hace como 200 años, durante la guerra con Chile.
-¿Qué, lo sabías?- dijo Sara, mientras terminaba de apoyar la consola del RPG, visiblemente sorprendida. Había ganado de nuevo.
-¿Si? Bueno, yo recién me enteré ayer, estaban cavando una fosa para unas tuberías, y aparecieron unas cuantas cosas.- señaló Adolfo, en tono meramente informativo.
- Si, así es.- contestó Fernando, viendo su oportunidad de lucirse.-Fue en la batalla por Lima en la última parte de la guerra con Chile, la línea de defensa era todo el distrito de San Juan y Chorrillos.
-¡Vaya!- respondió Matías sorprendido –No sabía que te gustaran tanto las curiosidades pre-silicio.
Una carcajada general llenó el puesto, claramente Fernando no había logrado su cometido.
El ruido del tren moviéndose en dirección al norte, llevándolo a casa le daba a Fernando una sensación de intranquilidad.
El viejo grafitti de su juventud estaba ahora algo desteñido sobre el muro de una playa de estacionamiento, “¿Sería cierto?” pensó, “¿Es que la red lo era todo?”
- No lo sé.- Se dijo en voz alta.
Adolfo había trasladado una versión ligera del programa a su móvil, la venerable C370, con los últimos datos introducidos por él “a ver qué sucede” La Antena de Adolfo sólo recibía, y quería probar qué ocurría si las ponía en un emisor.
¿Un cambio de color?
Un instante en blanco, lleno de un sentimiento de anticipación e incertidumbre y luego…
…La oscuridad de la acelerada noche fue reemplazada por una visión de desierto, de hombres atrincherados bajo el sofocante calor, armas en ristre, aunque no muchas, al otro lado, una muralla de camisas azules y cuellos rojos se acercaba bayonetas al frente. Aquí y allá, descargas de fusilería se sucedían y de pronto, un gran estruendo y gritos de rabia y desesperación.
-¡Cuerpo a tierra!- gritó un cabo cuyo nombre sintió que sabía, pero que no conseguía recordar.
Aterrado, preparó su fusil, al igual que el resto del regimiento, la retirada había sido demasiado sangrienta, y presintió que estaban rodeados, y que esta vez no se salvarían del cerco…San Juan y Chorrillos quedarían solamente como una matanza sin par.
¿Presentir?
Las palabras de Adolfo “¿Qué has hecho? Ahora quiere una antena para transmitir, ¿sabes? Quédatelo, no lo quiero.” Resonaban claramente en un espacio entre el negro y el blanco….
Su asiento del tren lo había despertado.
“Avenida Canadá, su parada.” Decía a su oído mientras que el atractor que había en la pantalla del móvil había cambiado sensiblemente de forma.
Asustado, apagó el móvil y se incorporó.
-¡Vaya que eres impresionable!- dijo Adolfo en su esfera de video Conferencia, apareciendo sólo como una cabeza en el cubículo de Fernando, junto con figuras análogas de Sara y Matías. Su trabajo como técnico de soporte lo había acostumbrado en algo a los nuevos sistemas, aunque no dejara de tener una sensación de incomodidad evidente al respecto.
-¿Pero cómo sabes que era una transmisión? – dijo Matías, rascándose la cabeza con una mano imaginaria.
-No lo sé, pero es mucha coincidencia ¿no creen?
-No lo creo.- dijo Sara –eso tiene una explicación perfectamente razonable, te acordaste de la batalla y soñaste con ella.
-Ya, ya.- replicó resignado Fernando ¿y cómo explicas lo vívido del sueño?
Sara fingió no haber oído la pregunta.
-Entonces fue eso.- hizo una pausa –Adolfo, ¿puedo reenviarte los datos? A ver si sacas algo en claro de ellos.
-Hazlo, no te prometo nada.
-Por cierto.- dijo Matías -¿En qué frecuencia está transmitiendo la antena?
-7,5 Hz - dijo Fernando.
-Oh.- dijo Adolfo, pensando “demasiada coincidencia” para sí mientras su holo miraba a otra parte.
El resto del día se dedicó a buscar más datos en la red sobre rarezas de ese tipo, no encontraba nada satisfactorio y que no cayera dentro del terreno de lo inexplicable o lo desquiciado, por lo general, nada que no tuviera de por medio una droga o algún grado de locura.
En su pieza, escuchando música minimalista, decidió olvidarse de todo mientras en la misma Sony Ericsson que Marisa le había devuelto -su otra reliquia- leía el último capítulo de Gravity Rainbow (sin cortes ni insertos comerciales) …
…Una casa.
Había ocurrido de nuevo, los colores cambiando repentinamente y se encontraba otra vez en un lugar que desconocía. En realidad era demasiado espaciosa para ser una casa, un patio cuadrangular, abierto al cielo, coronado en su centro por una pileta colonial y ambientes de dos pisos abriéndose a los costados, todo ello tenía un cierto sabor a antiguo, un portón de madera cerrado dejaba ver un cielo gris detrás.
Caminó hacia adentro, había oído voces.
-¿Lo terminaste? ¡Qué bien!- la voz de una mujer, joven por el timbre y alegre.
-Calma hija, es sólo un prototipo.- repuso otra voz, masculina y madura.
-Pero papá, ¡será como en la novela de Julio Verne! ¡Dime que si papá!.
-Si, Almudena, si, pero no te entusiasmes demasiado, aun hay demasiadas pruebas que hacer.
Fernando ya los podía ver, el hombre, más alto que él y al parecer preparado para salir, usaba un sombrero de copa y un traje azul marino, un par de alas doradas relucían en su solapa.
La joven, en un vestido largo, con vuelo y un lazo azul atando su pelo castaño, sonreía con un brillo que no podría hacer descrito en palabras, que, como dándose cuenta de una presencia, miró alrededor, como buscando a alguien y luego se paralizó, con una expresión en su rostro que lo horrorizó…
-¡Hija! ¿Es ese terror de nuevo?-.
…
La alarma de conexión de datos se había activado en su máximo volumen, regresándolo a la conciencia.
- Fernando ¡levántate!- sonó la voz de Adolfo por el comunicador -¡tienes que ver esto!
Adolfo, por lo general imperturbable, casi nunca hacía cosas así, pensó Fernando y se catapultó fuera del camastro. De todos modos, tendría algo que contarle.
-¡¿Qué demonios ocurre?!- exclamó azarado, la imagen de Adolfo apareció de cuerpo entero en la habitación.
-Ven a la casa, de inmediato, no puedes perderte esto.- dijo Adolfo, recuperando su calma
-¡Un momento! ¡Tengo algo que decirte!.
–Te espero.- Agregó, cortando después.
Fernando, demasiado intrigado para ponerse a pensar, se cambió y salió. Ir a casa del gran Adolfo era toda una ocasión, independientemente de lo excepcional de las circunstancias.
Contrariamente a lo que pensaba, lo halló leyendo un libro al llegar, una novela de misterio, cuyo autor empezaba por H, no lo reconoció.
Adolfo se incorporó, tan masivo como era, y leyendo un par de líneas más le dijo:
-Sígueme.
Llegaron a su “Gran Salón.” La casa, que había heredado de sus padres, rebosaba de animales en tomas estáticas, holografías. En sus rostros ausentes Fernando creyó leer expresiones de terror, sorpresa y desagrado, que ignoró tras ceder al miedo por un par de segundos más.
-Aquí está.- dijo Adolfo y le presentó a su cluster, 10 chips célula en una sola caja, con almacenamiento óptico multi-paralelo y una interfase orgánica generando tejido de almacenaje en un tanque con nutrimentos.
-Lo llamo el Homúnculo.- dijo. -Es lo mejor que he armado, bueno, a los hechos.
Abrió el entorno gráfico de su sistema operativo y la habitación entera se iluminó con una proyección en 3D.
-Notable.- Dijo Fernando. –Notable.
-Como decía, a los datos.- y sin detenerse, con un parpadeo y cambiando la mirada de dirección, activó un gráfico.
-El atractor ¿no?
-Así es.- ahora mira –y con un gesto imperceptible aumentó la imagen.
La imagen aumentada, alcanzaba ya a revelar en detalle la estructura de la “superficie” del atractor, una masa escabrosa y voluble, en ciclos de incesante transformación, sin embargo, sin que ello fuera una epifanía, la finalidad de las ondulaciones parecía clara, al menos para Adolfo:
-La superficie resuena según las oscilaciones de la resonancia Schumann.- hizo una pausa
-Hasta allí sabemos.- Lo interesante viene aquí.- Y al decirlo, aumentó aun más la imagen, hasta una serie de cumbres y valles muy pronunciados, una mancha negra al lado de estos.
-Esa mancha es la clave ¿no?-, dijo Fernando con un tono demasiado confiado.
-En realidad no.-respondió Adolfo –Es sólo una sobrecarga de memoria, mira acá.- mientras señalaba con un punto de luz al enredo de cumbres y valles en oscilación permanente.
-Aislé el patrón de ondulación del gráfico.- Prosiguió –Y está modulando.
-¿modulando?
-Si, Fernando, está respondiendo.
Anonadado y sin saber que decir, miró a otro lado y luego, fijamente, al atractor, se había sentido estúpido después de lo de la mancha, pero esa sensación no podía comparársele.
-Al parecer, alguien quiere hablar contigo, muchacho.- dijo Adolfo, apagando la simulación.
-¿Y cómo hago para averiguar quién es?-, preguntó Fernando, casi exaltado, sintiendo un intenso sentido de anticipación ¿era ella la de las visiones quién quería hablar con él?
-Um... no queda otra.- respondió Adolfo, más para sí que otra cosa
-¿Qué?- insistió Fernando
-Tenemos que aumentar la capacidad de procesamiento de tu móvil, un chip célula será suficiente, el problema es que ya no llegan aquí.
-¿Y ahora?- Preguntó Fernando, al borde de la desesperación
-Pues tendremos que buscarlo, anda mañana al mediodía al puesto, allí veremos.
Fernando asintió y sin ceremonia alguna, se retiró de la habitación y de la casa mientras Adolfo cargaba un nuevo modelo en la holografía, y la apariencia de una piel femenina se atisbaba por el rabillo del ojo.
Había sido incapaz de decirle lo ocurrido antes de hablar con él por el holo, las imágenes aun se distinguían, nítidas, en su mente.
Minutos después y sin poder dormir, Fernando pensó demasiado en la serie de hechos, sin poder hilar un motivo común o una serie de coincidencias que lo hicieran creer que su caso era, por mucho, otro más de la larga lista, una estadística, sintiéndose repentinamente asustado por ello. Toda la vida había creído no ser ni tener nada especial, aunque tampoco se había molestado en envidiar a aquellos que si lo tuvieran o parecieran no ser del montón, nunca le había importado. En ese sentido, había llenado su vida de un silencio casi impenetrable, que ya nadie, ni siquiera Marisa, podía desentrañar.
Encendió el móvil, “la verdad,” pensó “es demasiado tarde para todo, incluso para tener miedo.” Y luego cerró los ojos, esperando verlos de nuevo.
Esta vez la sensación fue notoria, pero no veía a otros, era como si hubiera tomado prestados los ojos de otra persona sin poder hacer nada al respecto.
-Ten la espada, hijo.- había dicho su padre –Es la posesión más preciada de la familia.
-Gracias padre.- sonrió, casi por compromiso –estaré a la altura de ella.
-¡Eso no importa!- exclamó su madre, sollozando -lo que importa es que no te dejes matar ¡mentecato!-.
José Eduardo cargo la espada al cinto, y alejándose sin mirar atrás, se dirigió al Reducto 3, sus compañeros lo esperaban. La noche se iniciaba y el humo de las hogueras de Chorrillos y Barranco se veía aun a esa distancia.
Se estremeció, tenía un mal presentimiento al respecto.
Cuando Adolfo lo despertó vía com, eran las nueve y media de la mañana, no le tocaba ir a trabajar, y se había ido de largo.
-Finalmente... - dijo al verlo levantado en la sala –date una ducha, hijo, te ves lamentable. Y entonces comenzó a reírse tan sarcásticamente como siempre. Fernando sólo ensayó una mueca de desagrado por toda respuesta, antes de cortar la comunicación, no se había repuesto del todo de la visión.
Huayro, el “Rey de la Chatarra” informática los esperaba más tarde con sus partes desperdigadas en su corralón de Pamplona Alta, ahora convertida en un pueblo fantasma, Fernando –recordaba- había hurgado infructuosamente entre viejas consolas de Videojuegos hasta hallar una Playstation 3 en buen estado, portando un chip célula útil, aunque ello hubiese costado más suciedad y aparatos destrozados de los recomendables.
Adolfo pagó el viaje de regreso, Fernando, saliendo del baño tras varias duchas, observaba a Sara instalando la Bahía de expansión de su móvil.
-No te preocupes.- dijo Adolfo, bastante amical. – No le pasará nada.
Fernando sólo se quedó allí, sin mirar realmente a ninguna parte, recordaba la cara de perro apaleado de Huayro cuando le mostró la Playstation 3 de donde sacaría el chip y más aún, tras pagarle el precio –leonino, en opinión del comerciante.- convenido y abandonar el corralón, satisfecho consigo mismo.
En el viaje en tren, recordó algunos otros detalles, las protestas de Diego, el asombro de Matías, las lamentaciones de Sara, que quería una consola de esas para sí, todo oído como un eco lejano mientras otras imágenes refulgían con más fuerza…
Comenzaba de nuevo.
… Era ya mediodía.
En el Reducto nº 3, los médicos agrupados se preparaban para afrontar la antítesis de la misión para la cual habían sido entrenados, el regimiento de Cáceres, que les cubría la espalda, había sido diezmado tras quedarse sin balas y el mando estaba en completo caos.
Por todos lados se oían gritos confusos con órdenes ininteligibles y tonos desde imprecatorios hasta desesperados, a lo lejos, en los cerros, más reservas de jóvenes peruanos aguardaban su turno para la inmolación.
Dentro de una de las barracas del reducto, un grupo de jóvenes se hacía chanzas mientras esperaban lo inevitable.
- Al demonio.- dijo uno de ellos -¿Dónde están los refuerzos? Estos ya nos caen encima.
- No exageres-, respondió otro –están en San Cosme y en los otros reductos, ya vienen.
- Por Albarracín que así sea.
Los sonidos de los cañones se habían hecho menos notorios en medio del griterío y el ruido de las balas silbando por todas partes, era temporada de muerte. Uno de los jóvenes de aquel grupo se irguió, yendo hacia la barricada de sacos que protegía el reducto, los hombres allí apostados disparaban lo mejor que podían, por lo general sin suerte, a un enemigo cuya formación se acercaba a ellos por todas partes, estaban rodeados.
Apuntó su fusil, que apenas había aprendido a usar, y colocó el cartucho de papel en la recamara, como le habían enseñado.
Disparó.
La marea de uniformes blancos en repliegue, cuando no en fuga desordenada abarcaba todo el espacio que pudiera ver uno, desde lo lejano de la Quebrada de Armendáriz y el Pueblo de Miraflores hasta donde se encontraba ahora, mientras preparaba el fusil para disparar, los chilenos al frente cargaban con las bayonetas por delante, una muralla azul y roja, endemoniadamente bien ordenada.
-¡Preparen!- gritó la voz del sargento.
Fernando sacudió la cabeza, sin poder dejar de tener la sensación de desencuentro, de no estar en el lugar correcto, el tren seguía su camino hacia la avenida Canadá y él se sentía embotado.
Allí iba de nuevo, un cambio de colores en el atractor, otra puerta abierta.
Una calesa.
Esta vez había sido diferente, se sentía algo mareado, y sin poder creerlo del todo, se miró a sí mismo, su ropa había cambiado, haciéndole recordar una película de Cine mudo como las de Chaplin que iba a ver con Marisa cuando todo era felicidad, una ligera aura le sugería que el atractor, el sello del oficiante en este hechizo, se estaba transformando.
Había pensado que los trenes eran más rápidos, pero la lentitud y cadencia del movimiento le hicieron pensar distinto, sólo había dos bancas en el carromato, una familia ocupaba la otra, él iba sólo.
Don José Eduardo de Lavalle, su esposa Isabel y sus hijas Lucía y Patricia parecían escrutarlo con la misma mirada de asombro al unísono, él también sorprendido, dibujó en su rostro una expresión de incredulidad completa. ¿Qué había pasado?
Anonadado, abrió los cortinajes de la calesa, la ciudad que esperaba ver era muy diferente, casas de tres pisos de estilo afrancesado, calles adoquinadas en vez de asfaltadas y el humo de mil chimeneas, junto con el vapor, lanzado al aire.
Luego volvió a mirar.
La misma joven, Almudena, estaba sentada ahora al lado de Patricia, al parecer más invisible que él a los ojos de los Lavalle, la miró, ya no era una niña a la que veía, las formas y gestos de una mujer prevalecían en ella, se detuvo en sus ojos color Almendra…
Volvió brevemente al tren, un terror innombrable le oprimía el pecho y boqueaba, no quería volver, el atractor no dejaba de transformarse, ¿sería que?…
Mar, mar por los cuatro costados. Una isla.
La transición, a pesar de lo violenta, se había sentido más invitadora, tranquilizante, como sí alguien quisiera, expresamente, mostrarle algo y que lo viera sin temor.
¿Por qué?
A menos de un kilómetro de allí, una torre articulada sostenía a una estructura que el sólo podía llamar cohete, varios hangares y un edificio que –dedujo- era un centro de control.
De pronto, un enorme estruendo lo sacudió, Una columna de fuego y humo se alzaba de la zona de la torre, el humo se acercó a él como una marea y lo traspasó, haciéndole muy difícil respirar, se tendió en el suelo, soportando el ruido y el humo lo mejor que podía, Fernando permanecía en un estado de indecible asombro.
¿Cómo era eso posible?
Unos cuantos segundos después, cuando el cohete era sólo un punto inconmensurable impulsado por una emisión luminosa hacia el éter y el rumor del mar golpeando la orilla era el único ruido existente, Almudena, parada a unos metros de él, le sonrió:
-¿No crees que era algo digno de verse?
Él, incapaz de hablar, dio un paso hacia ella y otro, como sabiendo que ella era la clave de lo que fuera que estaba ocurriendo. Desesperado, la miraba; ella, le sonreía con una expresión de compasión infinita, casi dulce.
Fernando sacudió su cabeza, no entendía lo que pasaba. El tren ya se había pasado de su parada, el asiento le había avisado, sin éxito al parecer, tenía que pararse para bajar en la siguiente…
La imagen del atractor, proyectada en la pantalla del C370 no había dejado de transformase, ahora comvulsionaba en una llamarada de colores disonantes,
Entró de nuevo.
Había vuelto a aquel cuerpo, invadido ahora de una sensación de ansiedad como no había experimentado nunca, de pronto una rajadura se abrió en ese silencio que se había cuidado tanto de proteger y pensó en donde querría estar, en aquel rincón de la playa…
…Cuarenta y cinco hombres sostenían la puerta de la barraca, empujada por los invasores, que tenían orden de repase obligatorio, temblando de miedo y tratando de olvidar lo terrible de la derrota, José Eduardo sacó un daguerrotipo de su bolsillo, una mujer joven sonreía inexpresivamente en él; “Es que no son tiempos para sonreír” había dicho ese día, haciéndolo reír de buena gana, sólo un subterfugio más para ocultar lo evidente.
El esfuerzo de los hombres parecía ser sobrepasado, en vez de ir a ayudarlos, y presintiendo el momento definitorio, desenvainó, la espada que le pertenecía y que había visto Trafalgar, no era digno de su sangre ni su linaje, ya que no había conocido ningún antepasado que fuese corajudo guerrero, salvo que él inaugurara la tradición.
Sabía en el fondo que no volvería a ver a Isabel.
Los soldados de la puerta cayeron, y del fondo de la pieza se oyó un grito ensordecedor.
-¡Albarracín!-
En un último instante antes del frenesí del combate, José Eduardo pensó por primera vez que tal vez el fin era ese, y que, terminado todo, los chilenos lo entregarían a las llamas, todo.
Incluso al ayer, yaciendo entre flamas.
Fernando recuperó la conciencia en la última estación del tren, tendría que tomar otro más para ir a casa, ¿había valido la pena? ¿lo había recordado por algún propósito? Había algo que no entendía del todo, en medio de la cacofonía de sonidos que alimentaban la ciudad y el recuerdo, ¿qué eran esas imágenes?
Miró al móvil, quería saber qué tan tarde era, la pantalla del móvil, parpadeando, mostraba:
La puerta del tren se abrió, y al salir el recuerdo emergió claramente, confundiéndose con la realidad, Almudena sonriendo, mirándolo con la misma expresión de compasión enorme.
Fue lo último que vio de ella…
… O al menos eso creía.
Parado casi en el límite de la playa, miraba al mismo mar, algo más plomizo que la última vez, en la misma provincia de lo eterno.
“¿Por qué? ¿Por qué pasar por todo esto?” pensó mientras descendía de nuevo, a su lado el C370 mostraba una imagen caótica que sólo era vagamente similar a la original. Poco a poco la conciencia de hallarse de nuevo en aquel mundo lo invadía, conocía aquel lugar.
Almudena, a quien no había visto desde aquella visita a la isla, estaba parada a poca distancia de él, era de noche y alrededor de ellos, los restos del Reducto 3 y sus defensores.
Ella miraba inexpresiva a la nada, Fernando nunca había sido bueno para comprender expresiones, pero esta definitivamente era de una tristeza inenarrable ¿Qué lacerante dolor la había causado?
Se acercó.
Ella ni siquiera parecía notar su presencia y su expresión de tristeza parecía denotar una compasión más allá de las palabras y un dolor demasiado profundo, paralizante
-¿Por qué?
Entonces él estuvo lo suficientemente cerca para verlo.
José Eduardo de Lavalle yacía abatido a los pies de su hija, una expresión de terror había quedado esculpida en su rostro, ahora una gélida máscara, a su lado, lo que había sido una brillante y casi legendaria espada yacía rota y ensangrentada.
La miró.
Ella, sin decir palabra alguna, correspondió su mirada, alrededor extrañas formas fractales danzaban, incrustándose en el espacio venidas de ninguna parte, o al menos, esa era su forma de describirlo.
-Deja que el ayer arda.- le dijo y soltando una lágrima, desapareció.
Fernando sólo vio la lágrima caer, venida desde la nada, sobre el rostro de José Eduardo. Era, al final, exactamente lo que necesitaba ver.
Volvió, la imagen había mutado nuevamente, mostrando ahora un espacio plegado sobre si mismo en convoluciones concéntricas, una exótica flor virtual.
Marisa, que había llegado en medio de su trance, lo abrazaba. El se decidió a hablar y hablaron, mucho, como cuando ya no importa ocultar nada, como si sólo hubiera que recuperar tiempo perdido en recuerdos y sueños. Tomaría más tiempo recomponer los lazos una vez perdidos, pero por primera vez, desde lo profundo de sí mismo que se esforzaba en negar, Fernando creyó que tal vez valiera la pena.
Los recuerdos, no sabía si dejaría de tenerlos desde entonces, pensó en apagar el móvil y refundirlo en lo más recóndito de su armario, pero todo dependía –había cavilado en el último instante que vio a Almudena- si le quedaban aun preguntas que hacer.
Los ojos de Marisa lo traspasaban, inquisitivos, le había terminado de contar sobre lo que había visto, pensó que sólo lo creería como otra historia más, otra invención. Pero ella, en su expresión y atención, le daba a entender sin decirlo que sabía que eran – o habían sido, de algún modo- reales.
Caminaron después tomados de la mano, la primavera apenas comenzaba y podría decirse que el tiempo era favorable para todos, lo cual era irónicamente cierto para él. Ya que aunque nunca hubiesen estado allí, él los había visto y los vería, estaba condenado a recordar esa posibilidad…
… Un giro del destino.
Se estremeció de nuevo, sintiendo la anticipación de la visión y el abrazo de Marisa, que lo miraba sin comprender del todo, pero presintiendo el origen de esa expresión.
“¿Por qué? ¿Por qué?” pensaba ahora, mientras los colores cambiaban y las formas en el móvil mutaban a otra configuración, comprendió entonces que no todo estaba dicho y que quizás nunca lo estaría, y si así fuera, tendría que volver una y otra vez, hasta saberlo, o…
-¿Por qué?- le oyó decir a ella, casi llorando, comprendiendo la magnitud de su pesadilla.
Todo se iniciaba de nuevo.
EL RECORDARÍA.
Isaac Robles
(Publicado originalmente en Velero 25)
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And me who forgets, will be destined to remember
Eddie Vedder
Eddie Vedder
¿Cómo había llegado a ello?
Una tarde cualquiera, sentado en su lugar favorito de la playa, Fernando pensaba en lo inexplicable de algunos de sus sucesos recientes.
Sabía, como había sabido desde hacía demasiado tiempo, que Marisa lo observaba desde lejos tan rígida como él, absorta y ausente para el resto del mundo.
El mismo pensamiento lo recorría incesantemente, metiéndolo más dentro de sí mismo, contemplando rígido el mar, intrigado:
¿Cómo había comenzado todo?
La memoria (maldita palabra) regresaba al mismo parque algunos días antes. Marisa había cruzado ese mismo Océano para verlo, para ver al que podía ver a través del cristal de un ayer a la vez brumoso e inmarcesible o tal vez sencillamente ficticio, sepultado entre la invención de la memoria y la invencible esperanza.
Habían caminado juntos sin hablar, sin querer romper el hechizo que dice que si no dices nada lo entiendes todo, a fin de cuentas otro disfraz adicional para el miedo.
En un momento y sin dar seña alguna, interrumpió toda comunicación apartándose de ella, quien –inexplicablemente- no dijo nada. La plazoleta circular del parque (Que debía su nombre a un difunto político hebreo) lucía más extrañamente desolada que cualquier otro día de ese 2040.
Tampoco él sabía qué hacer, había llegado a ese tiempo en el cual “la resaca de todo lo vivido que se acumula en el alma” rebosa, y con esto, amenazaba su integridad.
Había Caminado sin demasiada decisión por entre los viejos parques del Acantilado, viendo convertirse al faro en no más que una estaca abandonada a los elementos, y los edificios, afectados por la humedad y la brisa salobre, comenzaban ya a dar signos de desgaste, después de todo, no habían sido diseñados para estar frente a la playa.
Tomó un colectivo y el tren sin meditarlo mucho, no tenía ganas de hablar y mientras iba al puesto de Adolfo, a otra rutinaria sesión de juego de rol con la “gente”, sólo divagaba. Los grafittis en las paredes eran una mancha borrosa, exquisitamente coloreada, cercana al abigarramiento a esa velocidad.
Recordaba como cuando, más valiente y más tonto, había planeado con la gente hacer un graffiti que la gente del tren pudiera leer, y lo que decía, en grasosas y enormes letras:
“NO HAY VIDA FUERA DE LA RED”
Una vez apeado del tren, inició su rutina de observación de los “increíbles niños antena” a los cuales miraba con una combinación de reverencial respeto y acendrara envidia, y es que la invisible mano del mercado (que era de Silicio y propiedad de Sony según decían otros) era taxativa: quién tuviera aparatitos circulando de forma notoria había pasado a ser un ciudadano de segunda, los implantes de acceso, con tecnología de Banda Ancha, multiprocesos y encriptación fractal en ADN, hacían ver a las tan extraordinarias (en su tiempo, claro) PDAs, teléfonos móviles 4G y otros gadgets como simples briznas de polvo, olvidados en la marea del tiempo tecnológico y su hija la obsolescencia planificada.
Sujetó, entre humillado y beatifico, su orgullosa Sony Ericsson C370 (pantalla a color, 65000 colores RGB, matriz LCD y un precursor del chip célula dentro, junto con el “enorme” almacenamiento de 2 GB) claramente una reliquia más que un objeto de uso común en esta época.
“Y sin embargo sirve”, se defendía de los “niños”, parafraseando a Galileo.
Todo había comenzado en Ciudad de Dios, el último refugio para los ferreteros del Hardware Arqueológico.
En el recuerdo el mercado se abría frente a él a la salida de la estación del tren, la ley de ciberdélitos había sacado a casi todos los comerciantes del centro de la ciudad con la celeridad de una remesa de chips de datos pirata en día de requisa, ahora, en el viejo mercado de Abasto, esperaban pacientemente el día del cambio de giro.
La “gente” -o los que quedaban de ellos.- se reuniría esa noche, indefectiblemente en el puesto de Adolfo, amo del Silicio de segunda mano.
Su puesto, el 12C, quedaba lo suficientemente lejos de la puerta principal para no llegar allí por casualidad, y eso era casi una regla general. Así habían sobrevivido juntos, andando entre coders como ellos, usuarios dejados atrás por la sofisticación de los plutócratas del silicio y sus secuaces biotecnócratas.
Adolfo estaba como siempre, reposando su voluminoso cuerpo en su sillón de agua, dándose laboriosamente a la tarea de revisar, línea por línea del último módulo del Hurd 8.5, riendo para sí cada vez que hallaba un error “infantil” de código, una tarea inútil sólo por amor a un arte desaparecido.
- Otra brecha de seguridad, ya entiendo porqué los propietarios ganaron.
- No ganaron, sólo los absorbió el negocio.- repliqué – Ahora todos ven pueden ver el código.
- Ya, claro, pero ¿el código de qué? Me sigo quedando con mi Hurd, al menos sé de qué pie cojea-. Fernando rió de buena gana.
El movimiento de Software libre, que había sido una eclosión creativa tan intensa como breve -afectando incluso los destinos del mercado del software- no había sabido ganar las simpatías del usuario promedio, engatusado con el marketing de las grandes corporaciones.
Desde el deceso de Stallman, su fundador, comenzaron a dividirse y perder presencia. Diez años después, cuando la Organización Mundial de Comercio aprobó la ley de liberación del código, unos pocos creyeron que la cosa mejoraría, pero no fue mucho, los Sistemas Operativos de entonces ya se habían vuelto demasiado inteligentes, corporativamente inteligentes.
- ¿Y qué te cuentas?-. Había dicho, mientas se tomaba un vaso de chicha morada, acaso rancia, que había allí. Haciendo un esfuerzo por sacarlo de su aparente nirvana.
Adolfo, sin embargo, no carecía de recursos ni era reacio al arte de la retaliación verbal.
-¿Aún sigues deprimido? –preguntó, casi riéndose en su cara.
Fernando bostezó.
-No, ya no, a Marisa no le gusta verme así.
-Oh, me parece bien ¿y ya lograste decirle algo?
-Estoy... trabajando en ello.
-Excusas, sólo excusas.
Echó la carcajada, casi desternillándose sin motivo.
Fernando lo miró, ceñudo.
- Algunos nunca cambian.- dijo, resentido. Adolfo sólo siguió riéndose, mientras el resto de la “gente”, Diego, Matías y Sara, llegaban al puesto, su habitual punto de encuentro.
En uno de sus pocos arrebatos de comportamiento perfectamente inteligible, Adolfo se paró, como oficiando de Anfitrión, y luego, al parecer atraído por una urgencia mayor, cogió una hoja de papel impreso y se la alcanzó a Fernando, retornando luego a su poltrona. Los demás ya tomaban sus lugares acostumbrados, haciendo sitio entre las antenas, los chips, las tarjetas de interfaz y los emisores, los libros de papel y las bibliopantallas, cachivaches de otra era.
-¿Y esto?
-Míralo por ti mismo.
Fernando leyó el papel con avidez y al terminar, sobresaltado y con los ojos como platos, exclamó:
-¡Lo han terminado! ¡Ha pasado el Test Turing!-
-No te precipites.- contestó Matías, restándole importancia al asunto –Es sólo una especulación del v-log de NEC, publicidad, nada más.
Mientras terminaba de leer el papel (un fragmento de un reportaje publicitario acerca de corporaciones buscando la primera IA auto-consciente, lleno de retórica, pero ausente de hechos) los demás ya se enfrascaban en la preparación del tradicional juego de “La Caída del Dragón” el primer sim-RPG, donde tus errores –literalmente- duelen, poco popular por ello, era una de las piezas más preciadas de la colección de Adolfo.
Sara, como siempre, llevaba la delantera, su cabello, originalmente negro y aclarado por sus diversos experimentos lucía demasiado apagado, sus ojos como queriendo gritar.
Matías, visiblemente incómodo, luchaba con su dolor y el juego para ganarle a Sara la posesión de sus preciosas ciudades, sin éxito aparente.
El mapa mundial del Sim se veía colmado de detalles, que le daban a cada jugador la oportunidad de crear su estrategia.
Adolfo, siempre el menos dotado para esos juegos; sufría estoicamente, casi como si lo hiciera sólo por el dolor.
-¡Chester!-, dijo, engarrotado –hay algo que no te he dicho.
Fernando miraba el salvapantallas de la pantalla, líneas caóticas convergiendo, una y otra vez, en formas confusas, esparciéndose incesantemente como una catarata de colores y formas rugosas por encima de un elipsoide de relieve vagamente natural.
-Fernando.- dijo Adolfo, entrecortadamente, sobándose los miembros adoloridos
-¿Eh?- reaccionó Fernando -¿Qué es eso de la pantalla?
-Eso es lo que quería decirte, estuve trasteando con la Antena, y está rastreando las variaciones del campo magnético.
-¿Cómo?- preguntó Diego, anonadado.
- Es por los cambios en la resonancia Schumann. Mira, si pudiéramos eliminar todos los ruidos de la tierra y tuviéramos oídos lo suficientemente sensibles, sería lo único que oiríamos.- dijo orgulloso -de hecho, casi doctoral- Adolfo –Varía porque está conectada al campo magnético, y tú sabes, con todo lo que le cae encima al planeta...
-Ah... ¿y se puede hacer algo más con él?
-No lo sé, pero... - y se cortó, volviendo al juego y al dolor.
Fernando introdujo coordenadas nuevas para el sistema, cambiando la forma del atractor extraño, ayudado por Diego, embutieron más información, dándole definición a la figura, casi como una fruta extraña y multicolor, que, repentinamente, abandonó su desordenado patrón de catarata y se tornó en un amasijo de superficies yuxtapuestas que, con los cambios de color, daban la impresión orgánica de un latido.
-Este... – dijo Diego y Adolfo, haciendo una pausa, fue a mirar.
-¿Qué han hecho?
-Cambiamos unos valores, nada más.
Mirando inquisitivamente a la pantalla, sólo dijo:
- Parece vivo.
Diego y Fernando se miraron las caras sin saber qué decir.
Horas más tarde, camino a casa en el tren, Fernando pensaba en aquella especie de corazón virtual, latiendo en la pantalla de Adolfo, quizás a la cadencia de aquella oculta rítmica de la Tierra.
Sus pensamientos se combinaban con los recuerdos de la última parte de la reunión:
-¿Sabías que hubo una batalla aquí?- Recordaba decir a Adolfo con su típico tono de ingenuidad.
-Em... si.- había dicho Fernando –Hace como 200 años, durante la guerra con Chile.
-¿Qué, lo sabías?- dijo Sara, mientras terminaba de apoyar la consola del RPG, visiblemente sorprendida. Había ganado de nuevo.
-¿Si? Bueno, yo recién me enteré ayer, estaban cavando una fosa para unas tuberías, y aparecieron unas cuantas cosas.- señaló Adolfo, en tono meramente informativo.
- Si, así es.- contestó Fernando, viendo su oportunidad de lucirse.-Fue en la batalla por Lima en la última parte de la guerra con Chile, la línea de defensa era todo el distrito de San Juan y Chorrillos.
-¡Vaya!- respondió Matías sorprendido –No sabía que te gustaran tanto las curiosidades pre-silicio.
Una carcajada general llenó el puesto, claramente Fernando no había logrado su cometido.
El ruido del tren moviéndose en dirección al norte, llevándolo a casa le daba a Fernando una sensación de intranquilidad.
El viejo grafitti de su juventud estaba ahora algo desteñido sobre el muro de una playa de estacionamiento, “¿Sería cierto?” pensó, “¿Es que la red lo era todo?”
- No lo sé.- Se dijo en voz alta.
Adolfo había trasladado una versión ligera del programa a su móvil, la venerable C370, con los últimos datos introducidos por él “a ver qué sucede” La Antena de Adolfo sólo recibía, y quería probar qué ocurría si las ponía en un emisor.
¿Un cambio de color?
Un instante en blanco, lleno de un sentimiento de anticipación e incertidumbre y luego…
…La oscuridad de la acelerada noche fue reemplazada por una visión de desierto, de hombres atrincherados bajo el sofocante calor, armas en ristre, aunque no muchas, al otro lado, una muralla de camisas azules y cuellos rojos se acercaba bayonetas al frente. Aquí y allá, descargas de fusilería se sucedían y de pronto, un gran estruendo y gritos de rabia y desesperación.
-¡Cuerpo a tierra!- gritó un cabo cuyo nombre sintió que sabía, pero que no conseguía recordar.
Aterrado, preparó su fusil, al igual que el resto del regimiento, la retirada había sido demasiado sangrienta, y presintió que estaban rodeados, y que esta vez no se salvarían del cerco…San Juan y Chorrillos quedarían solamente como una matanza sin par.
¿Presentir?
Las palabras de Adolfo “¿Qué has hecho? Ahora quiere una antena para transmitir, ¿sabes? Quédatelo, no lo quiero.” Resonaban claramente en un espacio entre el negro y el blanco….
Su asiento del tren lo había despertado.
“Avenida Canadá, su parada.” Decía a su oído mientras que el atractor que había en la pantalla del móvil había cambiado sensiblemente de forma.
Asustado, apagó el móvil y se incorporó.
-¡Vaya que eres impresionable!- dijo Adolfo en su esfera de video Conferencia, apareciendo sólo como una cabeza en el cubículo de Fernando, junto con figuras análogas de Sara y Matías. Su trabajo como técnico de soporte lo había acostumbrado en algo a los nuevos sistemas, aunque no dejara de tener una sensación de incomodidad evidente al respecto.
-¿Pero cómo sabes que era una transmisión? – dijo Matías, rascándose la cabeza con una mano imaginaria.
-No lo sé, pero es mucha coincidencia ¿no creen?
-No lo creo.- dijo Sara –eso tiene una explicación perfectamente razonable, te acordaste de la batalla y soñaste con ella.
-Ya, ya.- replicó resignado Fernando ¿y cómo explicas lo vívido del sueño?
Sara fingió no haber oído la pregunta.
-Entonces fue eso.- hizo una pausa –Adolfo, ¿puedo reenviarte los datos? A ver si sacas algo en claro de ellos.
-Hazlo, no te prometo nada.
-Por cierto.- dijo Matías -¿En qué frecuencia está transmitiendo la antena?
-7,5 Hz - dijo Fernando.
-Oh.- dijo Adolfo, pensando “demasiada coincidencia” para sí mientras su holo miraba a otra parte.
El resto del día se dedicó a buscar más datos en la red sobre rarezas de ese tipo, no encontraba nada satisfactorio y que no cayera dentro del terreno de lo inexplicable o lo desquiciado, por lo general, nada que no tuviera de por medio una droga o algún grado de locura.
En su pieza, escuchando música minimalista, decidió olvidarse de todo mientras en la misma Sony Ericsson que Marisa le había devuelto -su otra reliquia- leía el último capítulo de Gravity Rainbow (sin cortes ni insertos comerciales) …
…Una casa.
Había ocurrido de nuevo, los colores cambiando repentinamente y se encontraba otra vez en un lugar que desconocía. En realidad era demasiado espaciosa para ser una casa, un patio cuadrangular, abierto al cielo, coronado en su centro por una pileta colonial y ambientes de dos pisos abriéndose a los costados, todo ello tenía un cierto sabor a antiguo, un portón de madera cerrado dejaba ver un cielo gris detrás.
Caminó hacia adentro, había oído voces.
-¿Lo terminaste? ¡Qué bien!- la voz de una mujer, joven por el timbre y alegre.
-Calma hija, es sólo un prototipo.- repuso otra voz, masculina y madura.
-Pero papá, ¡será como en la novela de Julio Verne! ¡Dime que si papá!.
-Si, Almudena, si, pero no te entusiasmes demasiado, aun hay demasiadas pruebas que hacer.
Fernando ya los podía ver, el hombre, más alto que él y al parecer preparado para salir, usaba un sombrero de copa y un traje azul marino, un par de alas doradas relucían en su solapa.
La joven, en un vestido largo, con vuelo y un lazo azul atando su pelo castaño, sonreía con un brillo que no podría hacer descrito en palabras, que, como dándose cuenta de una presencia, miró alrededor, como buscando a alguien y luego se paralizó, con una expresión en su rostro que lo horrorizó…
-¡Hija! ¿Es ese terror de nuevo?-.
…
La alarma de conexión de datos se había activado en su máximo volumen, regresándolo a la conciencia.
- Fernando ¡levántate!- sonó la voz de Adolfo por el comunicador -¡tienes que ver esto!
Adolfo, por lo general imperturbable, casi nunca hacía cosas así, pensó Fernando y se catapultó fuera del camastro. De todos modos, tendría algo que contarle.
-¡¿Qué demonios ocurre?!- exclamó azarado, la imagen de Adolfo apareció de cuerpo entero en la habitación.
-Ven a la casa, de inmediato, no puedes perderte esto.- dijo Adolfo, recuperando su calma
-¡Un momento! ¡Tengo algo que decirte!.
–Te espero.- Agregó, cortando después.
Fernando, demasiado intrigado para ponerse a pensar, se cambió y salió. Ir a casa del gran Adolfo era toda una ocasión, independientemente de lo excepcional de las circunstancias.
Contrariamente a lo que pensaba, lo halló leyendo un libro al llegar, una novela de misterio, cuyo autor empezaba por H, no lo reconoció.
Adolfo se incorporó, tan masivo como era, y leyendo un par de líneas más le dijo:
-Sígueme.
Llegaron a su “Gran Salón.” La casa, que había heredado de sus padres, rebosaba de animales en tomas estáticas, holografías. En sus rostros ausentes Fernando creyó leer expresiones de terror, sorpresa y desagrado, que ignoró tras ceder al miedo por un par de segundos más.
-Aquí está.- dijo Adolfo y le presentó a su cluster, 10 chips célula en una sola caja, con almacenamiento óptico multi-paralelo y una interfase orgánica generando tejido de almacenaje en un tanque con nutrimentos.
-Lo llamo el Homúnculo.- dijo. -Es lo mejor que he armado, bueno, a los hechos.
Abrió el entorno gráfico de su sistema operativo y la habitación entera se iluminó con una proyección en 3D.
-Notable.- Dijo Fernando. –Notable.
-Como decía, a los datos.- y sin detenerse, con un parpadeo y cambiando la mirada de dirección, activó un gráfico.
-El atractor ¿no?
-Así es.- ahora mira –y con un gesto imperceptible aumentó la imagen.
La imagen aumentada, alcanzaba ya a revelar en detalle la estructura de la “superficie” del atractor, una masa escabrosa y voluble, en ciclos de incesante transformación, sin embargo, sin que ello fuera una epifanía, la finalidad de las ondulaciones parecía clara, al menos para Adolfo:
-La superficie resuena según las oscilaciones de la resonancia Schumann.- hizo una pausa
-Hasta allí sabemos.- Lo interesante viene aquí.- Y al decirlo, aumentó aun más la imagen, hasta una serie de cumbres y valles muy pronunciados, una mancha negra al lado de estos.
-Esa mancha es la clave ¿no?-, dijo Fernando con un tono demasiado confiado.
-En realidad no.-respondió Adolfo –Es sólo una sobrecarga de memoria, mira acá.- mientras señalaba con un punto de luz al enredo de cumbres y valles en oscilación permanente.
-Aislé el patrón de ondulación del gráfico.- Prosiguió –Y está modulando.
-¿modulando?
-Si, Fernando, está respondiendo.
Anonadado y sin saber que decir, miró a otro lado y luego, fijamente, al atractor, se había sentido estúpido después de lo de la mancha, pero esa sensación no podía comparársele.
-Al parecer, alguien quiere hablar contigo, muchacho.- dijo Adolfo, apagando la simulación.
-¿Y cómo hago para averiguar quién es?-, preguntó Fernando, casi exaltado, sintiendo un intenso sentido de anticipación ¿era ella la de las visiones quién quería hablar con él?
-Um... no queda otra.- respondió Adolfo, más para sí que otra cosa
-¿Qué?- insistió Fernando
-Tenemos que aumentar la capacidad de procesamiento de tu móvil, un chip célula será suficiente, el problema es que ya no llegan aquí.
-¿Y ahora?- Preguntó Fernando, al borde de la desesperación
-Pues tendremos que buscarlo, anda mañana al mediodía al puesto, allí veremos.
Fernando asintió y sin ceremonia alguna, se retiró de la habitación y de la casa mientras Adolfo cargaba un nuevo modelo en la holografía, y la apariencia de una piel femenina se atisbaba por el rabillo del ojo.
Había sido incapaz de decirle lo ocurrido antes de hablar con él por el holo, las imágenes aun se distinguían, nítidas, en su mente.
Minutos después y sin poder dormir, Fernando pensó demasiado en la serie de hechos, sin poder hilar un motivo común o una serie de coincidencias que lo hicieran creer que su caso era, por mucho, otro más de la larga lista, una estadística, sintiéndose repentinamente asustado por ello. Toda la vida había creído no ser ni tener nada especial, aunque tampoco se había molestado en envidiar a aquellos que si lo tuvieran o parecieran no ser del montón, nunca le había importado. En ese sentido, había llenado su vida de un silencio casi impenetrable, que ya nadie, ni siquiera Marisa, podía desentrañar.
Encendió el móvil, “la verdad,” pensó “es demasiado tarde para todo, incluso para tener miedo.” Y luego cerró los ojos, esperando verlos de nuevo.
Esta vez la sensación fue notoria, pero no veía a otros, era como si hubiera tomado prestados los ojos de otra persona sin poder hacer nada al respecto.
-Ten la espada, hijo.- había dicho su padre –Es la posesión más preciada de la familia.
-Gracias padre.- sonrió, casi por compromiso –estaré a la altura de ella.
-¡Eso no importa!- exclamó su madre, sollozando -lo que importa es que no te dejes matar ¡mentecato!-.
José Eduardo cargo la espada al cinto, y alejándose sin mirar atrás, se dirigió al Reducto 3, sus compañeros lo esperaban. La noche se iniciaba y el humo de las hogueras de Chorrillos y Barranco se veía aun a esa distancia.
Se estremeció, tenía un mal presentimiento al respecto.
Cuando Adolfo lo despertó vía com, eran las nueve y media de la mañana, no le tocaba ir a trabajar, y se había ido de largo.
-Finalmente... - dijo al verlo levantado en la sala –date una ducha, hijo, te ves lamentable. Y entonces comenzó a reírse tan sarcásticamente como siempre. Fernando sólo ensayó una mueca de desagrado por toda respuesta, antes de cortar la comunicación, no se había repuesto del todo de la visión.
Huayro, el “Rey de la Chatarra” informática los esperaba más tarde con sus partes desperdigadas en su corralón de Pamplona Alta, ahora convertida en un pueblo fantasma, Fernando –recordaba- había hurgado infructuosamente entre viejas consolas de Videojuegos hasta hallar una Playstation 3 en buen estado, portando un chip célula útil, aunque ello hubiese costado más suciedad y aparatos destrozados de los recomendables.
Adolfo pagó el viaje de regreso, Fernando, saliendo del baño tras varias duchas, observaba a Sara instalando la Bahía de expansión de su móvil.
-No te preocupes.- dijo Adolfo, bastante amical. – No le pasará nada.
Fernando sólo se quedó allí, sin mirar realmente a ninguna parte, recordaba la cara de perro apaleado de Huayro cuando le mostró la Playstation 3 de donde sacaría el chip y más aún, tras pagarle el precio –leonino, en opinión del comerciante.- convenido y abandonar el corralón, satisfecho consigo mismo.
En el viaje en tren, recordó algunos otros detalles, las protestas de Diego, el asombro de Matías, las lamentaciones de Sara, que quería una consola de esas para sí, todo oído como un eco lejano mientras otras imágenes refulgían con más fuerza…
Comenzaba de nuevo.
… Era ya mediodía.
En el Reducto nº 3, los médicos agrupados se preparaban para afrontar la antítesis de la misión para la cual habían sido entrenados, el regimiento de Cáceres, que les cubría la espalda, había sido diezmado tras quedarse sin balas y el mando estaba en completo caos.
Por todos lados se oían gritos confusos con órdenes ininteligibles y tonos desde imprecatorios hasta desesperados, a lo lejos, en los cerros, más reservas de jóvenes peruanos aguardaban su turno para la inmolación.
Dentro de una de las barracas del reducto, un grupo de jóvenes se hacía chanzas mientras esperaban lo inevitable.
- Al demonio.- dijo uno de ellos -¿Dónde están los refuerzos? Estos ya nos caen encima.
- No exageres-, respondió otro –están en San Cosme y en los otros reductos, ya vienen.
- Por Albarracín que así sea.
Los sonidos de los cañones se habían hecho menos notorios en medio del griterío y el ruido de las balas silbando por todas partes, era temporada de muerte. Uno de los jóvenes de aquel grupo se irguió, yendo hacia la barricada de sacos que protegía el reducto, los hombres allí apostados disparaban lo mejor que podían, por lo general sin suerte, a un enemigo cuya formación se acercaba a ellos por todas partes, estaban rodeados.
Apuntó su fusil, que apenas había aprendido a usar, y colocó el cartucho de papel en la recamara, como le habían enseñado.
Disparó.
La marea de uniformes blancos en repliegue, cuando no en fuga desordenada abarcaba todo el espacio que pudiera ver uno, desde lo lejano de la Quebrada de Armendáriz y el Pueblo de Miraflores hasta donde se encontraba ahora, mientras preparaba el fusil para disparar, los chilenos al frente cargaban con las bayonetas por delante, una muralla azul y roja, endemoniadamente bien ordenada.
-¡Preparen!- gritó la voz del sargento.
Fernando sacudió la cabeza, sin poder dejar de tener la sensación de desencuentro, de no estar en el lugar correcto, el tren seguía su camino hacia la avenida Canadá y él se sentía embotado.
Allí iba de nuevo, un cambio de colores en el atractor, otra puerta abierta.
Una calesa.
Esta vez había sido diferente, se sentía algo mareado, y sin poder creerlo del todo, se miró a sí mismo, su ropa había cambiado, haciéndole recordar una película de Cine mudo como las de Chaplin que iba a ver con Marisa cuando todo era felicidad, una ligera aura le sugería que el atractor, el sello del oficiante en este hechizo, se estaba transformando.
Había pensado que los trenes eran más rápidos, pero la lentitud y cadencia del movimiento le hicieron pensar distinto, sólo había dos bancas en el carromato, una familia ocupaba la otra, él iba sólo.
Don José Eduardo de Lavalle, su esposa Isabel y sus hijas Lucía y Patricia parecían escrutarlo con la misma mirada de asombro al unísono, él también sorprendido, dibujó en su rostro una expresión de incredulidad completa. ¿Qué había pasado?
Anonadado, abrió los cortinajes de la calesa, la ciudad que esperaba ver era muy diferente, casas de tres pisos de estilo afrancesado, calles adoquinadas en vez de asfaltadas y el humo de mil chimeneas, junto con el vapor, lanzado al aire.
Luego volvió a mirar.
La misma joven, Almudena, estaba sentada ahora al lado de Patricia, al parecer más invisible que él a los ojos de los Lavalle, la miró, ya no era una niña a la que veía, las formas y gestos de una mujer prevalecían en ella, se detuvo en sus ojos color Almendra…
Volvió brevemente al tren, un terror innombrable le oprimía el pecho y boqueaba, no quería volver, el atractor no dejaba de transformarse, ¿sería que?…
Mar, mar por los cuatro costados. Una isla.
La transición, a pesar de lo violenta, se había sentido más invitadora, tranquilizante, como sí alguien quisiera, expresamente, mostrarle algo y que lo viera sin temor.
¿Por qué?
A menos de un kilómetro de allí, una torre articulada sostenía a una estructura que el sólo podía llamar cohete, varios hangares y un edificio que –dedujo- era un centro de control.
De pronto, un enorme estruendo lo sacudió, Una columna de fuego y humo se alzaba de la zona de la torre, el humo se acercó a él como una marea y lo traspasó, haciéndole muy difícil respirar, se tendió en el suelo, soportando el ruido y el humo lo mejor que podía, Fernando permanecía en un estado de indecible asombro.
¿Cómo era eso posible?
Unos cuantos segundos después, cuando el cohete era sólo un punto inconmensurable impulsado por una emisión luminosa hacia el éter y el rumor del mar golpeando la orilla era el único ruido existente, Almudena, parada a unos metros de él, le sonrió:
-¿No crees que era algo digno de verse?
Él, incapaz de hablar, dio un paso hacia ella y otro, como sabiendo que ella era la clave de lo que fuera que estaba ocurriendo. Desesperado, la miraba; ella, le sonreía con una expresión de compasión infinita, casi dulce.
Fernando sacudió su cabeza, no entendía lo que pasaba. El tren ya se había pasado de su parada, el asiento le había avisado, sin éxito al parecer, tenía que pararse para bajar en la siguiente…
La imagen del atractor, proyectada en la pantalla del C370 no había dejado de transformase, ahora comvulsionaba en una llamarada de colores disonantes,
Entró de nuevo.
Había vuelto a aquel cuerpo, invadido ahora de una sensación de ansiedad como no había experimentado nunca, de pronto una rajadura se abrió en ese silencio que se había cuidado tanto de proteger y pensó en donde querría estar, en aquel rincón de la playa…
…Cuarenta y cinco hombres sostenían la puerta de la barraca, empujada por los invasores, que tenían orden de repase obligatorio, temblando de miedo y tratando de olvidar lo terrible de la derrota, José Eduardo sacó un daguerrotipo de su bolsillo, una mujer joven sonreía inexpresivamente en él; “Es que no son tiempos para sonreír” había dicho ese día, haciéndolo reír de buena gana, sólo un subterfugio más para ocultar lo evidente.
El esfuerzo de los hombres parecía ser sobrepasado, en vez de ir a ayudarlos, y presintiendo el momento definitorio, desenvainó, la espada que le pertenecía y que había visto Trafalgar, no era digno de su sangre ni su linaje, ya que no había conocido ningún antepasado que fuese corajudo guerrero, salvo que él inaugurara la tradición.
Sabía en el fondo que no volvería a ver a Isabel.
Los soldados de la puerta cayeron, y del fondo de la pieza se oyó un grito ensordecedor.
-¡Albarracín!-
En un último instante antes del frenesí del combate, José Eduardo pensó por primera vez que tal vez el fin era ese, y que, terminado todo, los chilenos lo entregarían a las llamas, todo.
Incluso al ayer, yaciendo entre flamas.
Fernando recuperó la conciencia en la última estación del tren, tendría que tomar otro más para ir a casa, ¿había valido la pena? ¿lo había recordado por algún propósito? Había algo que no entendía del todo, en medio de la cacofonía de sonidos que alimentaban la ciudad y el recuerdo, ¿qué eran esas imágenes?
Miró al móvil, quería saber qué tan tarde era, la pantalla del móvil, parpadeando, mostraba:
“LO BATT”
La puerta del tren se abrió, y al salir el recuerdo emergió claramente, confundiéndose con la realidad, Almudena sonriendo, mirándolo con la misma expresión de compasión enorme.
Fue lo último que vio de ella…
… O al menos eso creía.
Parado casi en el límite de la playa, miraba al mismo mar, algo más plomizo que la última vez, en la misma provincia de lo eterno.
“¿Por qué? ¿Por qué pasar por todo esto?” pensó mientras descendía de nuevo, a su lado el C370 mostraba una imagen caótica que sólo era vagamente similar a la original. Poco a poco la conciencia de hallarse de nuevo en aquel mundo lo invadía, conocía aquel lugar.
Almudena, a quien no había visto desde aquella visita a la isla, estaba parada a poca distancia de él, era de noche y alrededor de ellos, los restos del Reducto 3 y sus defensores.
Ella miraba inexpresiva a la nada, Fernando nunca había sido bueno para comprender expresiones, pero esta definitivamente era de una tristeza inenarrable ¿Qué lacerante dolor la había causado?
Se acercó.
Ella ni siquiera parecía notar su presencia y su expresión de tristeza parecía denotar una compasión más allá de las palabras y un dolor demasiado profundo, paralizante
-¿Por qué?
Entonces él estuvo lo suficientemente cerca para verlo.
José Eduardo de Lavalle yacía abatido a los pies de su hija, una expresión de terror había quedado esculpida en su rostro, ahora una gélida máscara, a su lado, lo que había sido una brillante y casi legendaria espada yacía rota y ensangrentada.
La miró.
Ella, sin decir palabra alguna, correspondió su mirada, alrededor extrañas formas fractales danzaban, incrustándose en el espacio venidas de ninguna parte, o al menos, esa era su forma de describirlo.
-Deja que el ayer arda.- le dijo y soltando una lágrima, desapareció.
Fernando sólo vio la lágrima caer, venida desde la nada, sobre el rostro de José Eduardo. Era, al final, exactamente lo que necesitaba ver.
Volvió, la imagen había mutado nuevamente, mostrando ahora un espacio plegado sobre si mismo en convoluciones concéntricas, una exótica flor virtual.
Marisa, que había llegado en medio de su trance, lo abrazaba. El se decidió a hablar y hablaron, mucho, como cuando ya no importa ocultar nada, como si sólo hubiera que recuperar tiempo perdido en recuerdos y sueños. Tomaría más tiempo recomponer los lazos una vez perdidos, pero por primera vez, desde lo profundo de sí mismo que se esforzaba en negar, Fernando creyó que tal vez valiera la pena.
Los recuerdos, no sabía si dejaría de tenerlos desde entonces, pensó en apagar el móvil y refundirlo en lo más recóndito de su armario, pero todo dependía –había cavilado en el último instante que vio a Almudena- si le quedaban aun preguntas que hacer.
Los ojos de Marisa lo traspasaban, inquisitivos, le había terminado de contar sobre lo que había visto, pensó que sólo lo creería como otra historia más, otra invención. Pero ella, en su expresión y atención, le daba a entender sin decirlo que sabía que eran – o habían sido, de algún modo- reales.
Caminaron después tomados de la mano, la primavera apenas comenzaba y podría decirse que el tiempo era favorable para todos, lo cual era irónicamente cierto para él. Ya que aunque nunca hubiesen estado allí, él los había visto y los vería, estaba condenado a recordar esa posibilidad…
… Un giro del destino.
Se estremeció de nuevo, sintiendo la anticipación de la visión y el abrazo de Marisa, que lo miraba sin comprender del todo, pero presintiendo el origen de esa expresión.
“¿Por qué? ¿Por qué?” pensaba ahora, mientras los colores cambiaban y las formas en el móvil mutaban a otra configuración, comprendió entonces que no todo estaba dicho y que quizás nunca lo estaría, y si así fuera, tendría que volver una y otra vez, hasta saberlo, o…
-¿Por qué?- le oyó decir a ella, casi llorando, comprendiendo la magnitud de su pesadilla.
Todo se iniciaba de nuevo.
EL RECORDARÍA.
Isaac Robles
(Publicado originalmente en Velero 25)
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